martes, 11 de noviembre de 2008

Volver a vivir

Julia llega a París un día soleado de invierno, y entra al pequeño y antiguo departamento en con sus valijas vacías de esperanza y el pecho colmado de dolor, literalmente. Así empezó su nueva vida. A decir verdad no estaba muy segura de lo que hacía, era un cambio radical, pero así era Julia y hay cosas que no se piensan demasiado. Quizás buscó la salida más rápida y fácil a sus problemas, y seguramente no se lo perdonaría jamás.
Ya en el avión se convenció de que era lo correcto. Se recordó a sí misma llorando junto a la cama de su madre, y ésta agonizando, en una habitación oscura, en la que pasó días y noches enteras esperando el final, tan deseado por tanto sufrimiento en vano. Y ahora le tocaba el turno a ella, con la excepción de que no permitiría que su familia viera, sin poder hacer nada, cómo la vida se le escapaba de las manos. Por eso se fue de la Argentina, dejando atrás a su marido, Alberto y a sus tres hijos. Se juró a ella misma no volver jamás y los abandonó sin dar explicaciones, sin despedidas siquiera, esperando que alguna vez la pudieran comprender, si llegaran a enterarse de la verdad.
Julia tenía unos cincuenta años, aunque parecía más joven, sobre todo por la alegría que la caracterizaba. Hasta el día en que se enteró de la enfermedad. Era guía en el museo de Bellas Artes en Buenos Aires. No ganaba demasiado con eso pero, aunque no mucho, tenía algunos ahorros guardados desde hacia tiempo. Y con eso se fue, un poco a la deriva. Había conocido París cuando era joven, y desde ese momento se enamoró de la ciudad aunque nunca más volvió. Supo que quería vivir allí al menos un tiempo. Y ese, aunque no perfecto, era el momento oportuno.
El departamento de un ambiente se encontraba en las periferias de París. En un barrio de inmigrantes, con departamentos antiguos, no muy altos y sencillos, con muchos bares y restaurantes alrededor. Un barrio ruidoso, musical, pero tranquilo, donde casi todos se conocían.
Pero a pesar de esto, ahora Julia se sentía más sola que nunca y la depresión comenzaba a invadirla como ya lo había hecho alguna vez. Intentaba despejarse, visitar los alrededores de París, museos, simples calles escondidas, algunos lugares que ya conocía pero que habían quedado prendidos en su memoria. Lugares de los años felices como solía decir, aunque ahora sabía con certeza que éstos no lo eran en absoluto.
Julia paseaba sola y olvidaba sus problemas y preocupaciones. Pero al llegar al departamento caía de nuevo en la realidad que no quería ver. Ella misma había puesto fin a su vida antes de lo imaginado, había terminado con todo lo que construyó con tanto sacrificio, con todo lo que amó incansablemente. Recordaba los domingos en familia, la noche en que Alberto le pidió que se casara con él a sólo tres meses de haberse conocido. Y sí, en esas situaciones sólo se recuerda lo agradable.
Julia necesitaba salir de ese pozo antes de que fuera muy tarde. Buscó trabajo y lo consiguió rápidamente, como mesera en un restaurante de la zona. Tenía que hacer su esfuerzo pero era el trabajo ideal y lo tomaba más que nada como una terapia. Era un restaurante diminuto y bohemio, el lugar donde se reunían los más jóvenes de la zona.
Ahí conoció a Juan, un mediodía de invierno, cuando él fue a almorzar por primera vez al restaurante. Él se esmeraba en hacer su pedido en un francés elemental que apenas balbuceaba, y al darse cuenta, ella se sentó a su lado. Él se sorprendió. –Quédate tranquilo, hombre, pertenecemos al mismo tronco – le dijo Julia al instante, con una sonrisa en su cara. Amaba hablar con extraños.
Él venía de Barcelona a hacer un posgrado en arquitectura, y como ella, no tenía amigos ahí. – Yo te enseño el idioma- le dijo ella -a cambio de que me acompañes a recorrer la ciudad-.
Todas las tardes al salir del trabajo él la pasaba a buscar para ir a pasear. Notre Dame, el barrio latino, diferentes museos. Así pasaron los días, y pasaron tan rápidamente que ya comenzaba a olvidarse de todo lo demás. Sentía el dolor, pero ya no le prestaba atención.
Pero Julia, que de alguna forma supo desde el principio lo que iba a suceder, comenzó a sentir algo más por él, cada vez que la miraba, que la abrazaba, quizás por su inmensa soledad. Sintió que había vuelto a vivir. Al principio se lo negó, no se lo podía permitir, trataba de pensar en su familia, en su marido, pero era imposible, nunca pudo negar sus sentimientos.
Y así fue. Uno de esos días fríos, atardeciendo, sentados en un banco de las Riveras del Sena, se quedaron mirándose a través del viento y las resecas hojas que volaban alrededor, con la sensación de que no había nada ni nadie más que ellos. –Te amo- dijo él sin mirarla a los ojos, como culpándose al instante. Y entonces ella lo besó.
Sentían que se conocían de toda la vida, que se habían amado desde siempre. Pero no. Ninguno sabía nada del otro. Eran desconocidos conociéndose sólo superficialmente. Sobre todo Juan, no sabía nada de ella, no conocía su pasado, por qué estaba ahí y por qué estaba con él. Miles de preguntas sin respuestas concretas.
Pero sólo una semana después, una oscura madrugada sin sol, Juan iba a saber mucho más de lo que Julia hubiese deseado. Él buscaba una camisa por el departamento, mientras Julia, a sólo unos metros, preparaba el desayuno. La lluvia caía afuera y golpeaba con fuerza contra la ventana empañada.
-¿No sabes dónde dejé mi camisa?- preguntó Juan.
- No, fijate en la silla, al lado de la cama-, dijo ella, señalando la silla con una montaña de ropa encima y más desparramada por el piso.
- No, ya la he buscado ahí-
- La habré mandado a lavar con mi ropa- respondió ella sin darle mayor importancia.
Pero Juan, impaciente, abrió el gran placard de madera y comenzó a revolver entre la ropa, hasta que al fin abrió el tercer cajón y quedó sin aire, inmóvil. Una docena de frascos con pastillas, ordenados minuciosamente, apareció frente a sus ojos. Juan dio un paso hacia atrás, horrorizado, y la miró sin decir nada. Ella se volvió y vio la escena.
- ¿Qué es todo esto?- preguntó él, casi gritando.
- ¿Por qué revolvés mis cajones?, ¡te dije que no lo hicieras!- Julia trató de desviar el tema, pero ya era imposible.

Mientras tanto, una tarde soleada en Buenos Aires, Alberto también estaba a punto de comprender la historia. Lo llamaron por teléfono.
- Buenas tardes, ¿se encuentra Julia?- dijo la voz entrecortada de un hombre.
- No ella no está, se fue de viaje- respondió Alberto que no quería decir que lo había abandonado. - soy su marido, ¿Quién habla?-.
- Soy Ricardo Ruíz, su médico. ¿Podría hablar con usted?, es un asunto de suma importancia-.
Alberto, que ya lo había notado en su voz, llegó al instante al hospital, agitado por las infinitas escaleras, y antes de que pudiera preguntar algo, y sin aclaraciones previas, el médico dijo nervioso:
- Fue todo un gran error, analizaron de nuevo los estudios de Julia y el cáncer que le diagnosticamos hace dos meses, afortunadamente, no es precisamente eso-.
El puñal en su estómago fue fatal. Aunque Alberto todavía no sabía toda la verdad. Todavía no sabía que Julia tenía una nueva vida. O, inconscientemente, una doble vida.


Mariana Dei Castelli

No hay comentarios: