martes, 11 de noviembre de 2008

Ojos

Con el estómago vacío, seguimos buscando en cada rincón algo que aplaque ese dolor. Buscamos la forma de sobrevivir, de crecer. Divididos en distintos grupos recorremos las calles revolviendo bolsas de basura, buscando no solo algo que comer sino también papeles, cartones o cualquier material que podamos reciclar, transformar, o darle alguna función. Abro bolsas una y otra vez junto a una niña que viste ropa vieja, un tanto gastada, el frío se escurre por los agujeros haciéndola tiritar. La oscuridad de la noche marca el fin de un nuevo día, arrastramos nuestro carro casi lleno hasta aquella esquina, donde nos encontramos con una pareja. La mujer se acerca cargando un bebé, mientras que él empuja el carro lleno de cosas. Reunidos a un costado de la calle descansamos en el cordón mientras comemos un pedazo de pan. La gente nos mira, se aleja. Un extraño y agudo ruido comienza a sonar, parece una sirena, pero está lejos. La calle está vacía, no reconozco de donde proviene el ruido. Ahora parece acercarse, es cada vez más intenso, pero aún no logro distinguirlo. El ruido aturde mis oídos, a los demás parece no perturbarlos, parecen no oírlo.

Abro mis ojos y me encuentro en mi cuarto, el ruido no cesa, el despertador está sonando, intentando desenredarme de entre las gruesas frazadas, estiro mi mano para apagarlo. Ese ruido, ese sueño otra vez…me levanto.
Como todos los días, antes de ir a trabajar, me baña, me cambia y bajo a desayunar. Aún medio dormido me siento en la mesa mientras unas finas manos, tan blancas, tan largas apoyan frente a mí una taza de café. Es mi madre quien prepara delicadamente todas las mañanas mi desayuno. Como es habitual, antes de comenzar el día, desayunamos los tres juntos, mis padres y yo. Ana y Simón, a quienes yo llamo “mis padres”, son quienes me adoptaron y cuidaron desde mis tres años de edad. No tengo recuerdos de mi familia biológica, tampoco fotos, ni alguna memoria de aquella primera etapa de vida. Pero mira lo que se me ocurre… ¿Yo hijo de cartoneros?

Una vez terminado el desayuno camino hasta la estación y, como todas las mañanas, tomo el tren que me lleva al microcentro de la ciudad donde se encuentra la empresa en la que trabajo como administrador. Mi horario es de nueve de la mañana a ocho de la noche, con una hora de almuerzo en la que salgo a caminar por la ciudad y aprovecho para despejarme del encierro de la oficina.
La calle siempre igual de tupida, igual de ruidosa, tiene horarios más tranquilos y otros no tanto, pero en definitiva el ruido y la gente siempre están. Todo va a una velocidad máxima, el acelere se contagia, no permite ir despacio. Es como si todo esto te arrastrara a través de la ciudad.

Nadie la mira, ni ve, o siquiera registran. Una manta tirada, o un montón de basura acumulada. Algo olvidado, perdido o simplemente tirado. Todos la ignoran.
Los sentimientos se apoderan de mí. Tan confuso como el sueño, como si soñara despierto… Con la mayor parte de mi cuerpo endurecido por el frío, todavía intento mantener el poco calor que genero bajo la única frazada agujereada. Hecho un bollito, con mis piernas contra el pecho, y sin poder parar de temblar siento cómo el acelerado mundo exterior pasa sobre mí. Siento los pasos rodearme, casi pisándome. Siento cómo van acercándose y sin detenerse, apenas disminuyendo un poco la velocidad siguen.
Ahora los sentimientos me atormentan, asustan y vuelven a alejar. De vuelta en la oficina me olvido de todo, me olvido del mundo y hasta de mí mismo. Y al regresar a mi casa, como cualquier día de semana, me baño, como y vuelvo a dormir. Entro en aquel mundo que marea y me hace pensar cosas inimaginables.

Al dia siguiente la realidad golpea. No es una manta, ni tampoco basura tirada, es una persona. Es alguien intentando refugiarse, abrigarse, o simplemente intentando sobrevivir. Dentro de esa manta existe otro mundo, otros tiempos. Intentando descansar allí se mantiene escondida, refugiada, guardada. Una persona en el medio de la vereda, un bulto en medio del paso, o por lo menos así lo piensan varios. Hasta que esa frazada de indistinguibles colores, comienza a moverse. Esos pasos que se aceraban ahora se alejan. Por debajo de la manta un gorro de lana azul comienza a asomarse, seguido por una cara triste y arrugada, con unos grandes ojos marrones que comienzan a buscar, a observar. El frío viento, que el solo movimiento de la gente pasando genera, golpea su cara haciendo que sus ojos se llenen de lágrimas. Incorporándose y acomodándose contra la pared se logra sentar. Allí me encontraba, tan solo a un par de baldosas de distancia, me había detenido a mirar. Al verla, inmediatamente, me paralicé y vi en esa mujer, en aquellos grandes ojos marrones, mis mismos ojos. Yo sentado en la estación de tren de Belgrano, un frío y duro día de julio. Acurrucado contra un montón de cartones, y bajo una finita manta intento resguardarme del invierno. Nadie me ayuda, pocos me registran y son ellos quienes en definitiva, más me ignoran. Al verme, los pasos acelerados sin perder el ritmo se alejan, toman distancia. Pero no estoy solo. A mi lado se encuentra una mujer, que me intenta abrigar y cuidar contra su cuerpo. Recuerdos, sensaciones, imágenes mezcladas. Una pareja de impecables trajes. Brazos que se acercan, manos que me alejan, manos blancas y largas.
Esos ojos marrones vuelven a mirarme, una fuerte angustia se apodera de mí y lo único que resuena en mi cabeza es aquel molesto ruido que aturdía mis oídos por la mañana, quizás no era un simple sueño, más bien un recuerdo, una imagen construida de un sentimiento reprimido de una vida que parecía no ser mía.
Son las 12:30 hs, sobre la Av. Santa Fe veo cómo esa ruidosa masa de gente, de “robots”, pasa junto a ella, preocupándose únicamente por esquivar la baldosa rota.
Mi teléfono celular suena. El deber me llama, la masa me vuelve a arrastrar.


Victoria Yorio

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