martes, 11 de noviembre de 2008

Una larga esperanza

La encontró como todos los días, con los ojos cerrados, su cara relajada y acostada en la cama boca arriba, como esperando que él llegara y le diera un beso en la frente. Las flores que le había dejado el día anterior sobre la mesita de luz, al lado de la foto del casamiento, todavía no estaban marchitas. Pero, igualmente, él le llevó jazmines, las favoritas de María José, que hacían juego con las sábanas y las cortinas blancas. A decir verdad, todo allí era blanco.
Hacía cinco meses que Luis iba al hospital todos los días a ver a su esposa que había tenido un accidente y, como consecuencia, había caído en un estado vegetativo que parecía irreversible. Ella era la única persona que tenía Luis en su vida. No contaba con más familia. Desde el día en que ocurrió el accidente de María José, gastó en poco tiempo todos sus ahorros en medicamentos y en la internación de su esposa.
Luis era un tipo flaco que fumaba como un escuerzo debido a sus crisis de nervios crónicas. Comía realmente muy poco, por un lado porque se le había ido el apetito y, por otro, por la pobreza en la que vivía. Durante mucho tiempo trabajó de changuitas para pagar las cuentas de su departamento, pero cuando empezó a pasar más tiempo en la clínica, se la rebuscó para trabajar ahí. Todos los días baldeaba los pisos, lavaba los baños y cambiaba las sábanas de las salas. De esa forma, mataba dos pájaros de un tiro: ganaba algo de plata y pasaba más tiempo cerca de su esposa.
Siempre usaba unos jeans claros, muy gastados, una remera negra que tenía algunas manchas de lavandina y unas zapatillas un poco rotas. Luis era muy creyente. Todas las semanas iba a un santuario del gauchito Gil que con sus propias manos había construido, con ayuda de su suegro Jorge, que había fallecido hacía dos años. Tenía un gran aprecio por él. Había sido el padre que nunca tuvo. No sólo le abrió las puertas de su casa, sino que le contagió su devoción por el Gauchito. Luis se había criado en el barrio obrero de Valentín Alsina y no había terminado el primario. Leer y escribir le costaba mucho, por eso, las veces que compraba el diario en la estación de Villa Caraza, donde vivía con María José, le pedía a ella que lo leyera.
El día que María José entró de urgencia en el hospital, estaba de guardia el doctor Jorge Hernández, quien la atendió durante esos cinco meses. José, al pasar tanto tiempo allí, tomó confianza rápidamente con él, y le contaba todos sus problemas. El Doctor le daba consejos para que María José se despertara más rápido. Le decía que le llevara música, que le hablara. Así, Luis pasaba horas hablándole de todas las cosas que sucedían en la clínica y de cuánto la extrañaba. La contención del médico fue vital para Luis durante esos meses. Tanto así era, que lo comparaba con el papá de María José. “Mi suegro se llamaba igual que usted doctor y tenía un corazón de oro, como el de usted”, solía decirle Luis al Dr. Hernández.
El doctor siempre estaba con papeles en la mano y los anteojos colgados en el bolsillo del delantal. A Luis le daba curiosidad que siempre estuviera tan cargado de escritos, pero la explicación de Hernández parecía sensata. “Son investigaciones sobre enfermedades como la de su mujer que me llegan del exterior. Es que todos los días aparece algún tratamiento nuevo y uno no puede quedarse estacando, ¿me entiende?”
Fue así como una tarde le comentó a Luis que en Estados Unidos había aparecido un tratamiento para que personas en estado vegetativo volvieran a despertarse en poco tiempo. El único problema de ese tratamiento era el costo bastante elevado, algo que Luis no podía solventar de ningún modo.
- Pero Dr.Hernández, ¿en Estados Unidos? ¡Yo ni loco puedo pagar eso! ¿Cómo voy a hacer?
- Mire, no sé bien el costo, pero es cierto es un precio elevado. Sin embargo, estuve hablando sobre su caso con un amigo abogado. Él me dijo que si usted tenía alguna prueba o si conocía a alguna persona que haya estado en el momento del accidente, se podría hacer un juicio contra el que atropelló a su mujer.
- ¡¿Un juicio?! ¿Para qué?
- ¡Imagínese! Lo puede demandar por daños y perjuicios y seguro que por más cosas porque atropellar y abandonar a la víctima es muy grave y la justicia lo toma muy en cuenta. ¿Conoce a alguien que haya presenciado el accidente?
En ese momento, Luis recordó que el canillita del barrio, Darío, la mañana del accidente estaba vendiendo diarios en la esquina de Deán Funes y Primero de Mayo, a tres cuadras de la estación de Caraza. De hecho, él fue quien le avisó por teléfono a Luis sobre la tragedia. Quizás, de ese modo, encontrarían al que atropelló a María José.
Sin perder tiempo, el doctor Hernández le presentó a Carlos Martelli, un joven abogado que le prometió hacer lo imposible para encontrar al responsable del accidente de su esposa y hacerlo pagar peso por peso los costos de la internación y por los perjuicios ocasionados. “Pero no se ponga ansioso que los tiempos de la justicia son lentos.”, le remarcaba el abogado a Luis. Y él suspiraba, angustiado, pensando en lo lejos que estaba ese tratamiento.
Luis no entendía de temas judiciales ni le interesaban. Se limitó a buscar a Darío y a pedirle que fuera testigo de la causa. Por eso, Martelli se ocupaba de los temas legales y de los trámites burocráticos. En muchas ocasiones, Luis y Darío acompañaron a Martelli a distintos juzgados y los dos declararon varias veces sobre la mañana del accidente. Darío aportó datos muy útiles ya que se acordaba del modelo del auto y las letras de la chapa, que eran las de sus iniciales.
Pero a pesar del esfuerzo del abogado, los días pasaban y no había muchos avances en la causa.
- Ay gordita –le decía a María José– si supieras lo que es estar despierto. Hace tanto que empezamos buscar al hijo de puta que te dejó así que ya ni me acuerdo cuándo fue. Pero te prometo, por el Guachito que me dio más de lo que me sacó, que lo vamos a encontrar y va a pagar. Y vamos a ir hasta la Luna para que te despiertes y estés al lado mío como siempre. Te amo mucho, gordita, nunca te olvides de eso.
Luis le contaba todas las novedades a su esposa, entre llantos y besos, hasta que por fin una tarde, Martelli apareció en el hospital.
- ¡Lo encontramos, Luis! El fiscal lo ubicó porque todavía tiene el mismo auto con la misma chapa.
Luis se quedó perplejo, con la boca abierta y sin poder gesticular.
- ¡Póngase contento, hombre! En poco tiempo le aseguro que sale el juicio.
Dicho y hecho. A los tres meses Martelli fue de nuevo al hospital para contarle que el veredicto había salido y que el responsable del accidente de María José tendría que pagar 70 mil pesos. Y Luis no lo podía creer. “Esto es gracias al gauchito”, repetía. Y lloraba sin hacer ningún ruido. Ya no sentía bronca por lo que le había ocurrido, era resignación. Pero lo del tratamiento le había devuelto las esperanzas y las ganas de vivir.
A la semana de la noticia, Martelli lo citó a Luis en su despacho para firmar unos papeles para que, finalmente, obtuviera la plata del juicio. Luis trató de leer el primer papel, pero le costaba mucho. Se acordó de cuando María José le leía el diario en el tren y sonrió levemente. Sin dudarlo, firmó todos los papeles y le dio un fuerte abrazo a Martelli. “No sabe lo que significa esto para mí”, le dijo entre lágrimas.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Luis estaba de punta en blanco –vestido con unos jeans y unos zapatos que Darío le había prestado– en Tribunales, donde lo había citado Martelli. Luis había pedido el franco en el hospital, pero le dieron sólo un par de horas. Esa mañana se fumó el paquete entero de cigarrillos mientras esperaba al abogado que no llegaba. Cuando la espera se hizo muy pesada, una crisis de nervios lo empezaba a invadir, y se dio cuenta de que llegaba tarde al hospital para volver al trabajo. Así que pensó que antes debía hablar con el Dr. Hernández.
Estaba a dos cuadras cuando escuchó el ruido de una sirena y un patrullero de la Policía Federal yéndose muy rápido. La gente en la puerta se aglomeró de pronto y los efectivos no dejaban entrar a nadie. “Déjenme pasar, yo trabajo acá”, gritó Luis y se abalanzó sobre los dos policías que estaban en la puerta. Adentro, el hospital estaba revolucionado.
- Yo sabía que escondía algo ese Hernández. Siempre tanta dedicación a los pacientes… Por algo tenía que ser.
- Y claro, Rosa, si así se ganaba la confianza de los familiares para que después soltaran la plata.
Luis no creía lo que escuchaba. Intentó acercarse a las enfermeras que comentaban todo tipo de cosa, pero entre el alboroto sólo llegó a escuchar que se habían llevado preso al Dr. Hernández. Y no quiso escuchar nada más, porque pudo imaginar el resto.
Subió corriendo las escaleras y entró a la sala apurado para verla. Ahí estaba María José con los ojos cerrados, sus facciones relajadas y acostada boca arriba. La abrazó, como nunca antes la había abrazado, y se largó a llorar como un chico. Luis sólo pensaba en ese tratamiento que ahora era imposible y un sentimiento de culpa lo envolvía. “Perdón, gordita, perdón”, le susurraba mientras le besaba la cara con sus labios mojados. Pero no se dio cuenta de que sus lágrimas se confundían con las de ella que, lentamente, comenzaron a rodar por sus mejillas.
Noelia Fuksbrauner

2 comentarios:

Lola dijo...

modificado es otra cosa, la verdad que está muy bueno. lo único que me hizo ruido (como yo ya sabía el final) fue cuando dice: "Mientras tanto, el doctor BUSCABA LA FORMA DE HACER DESPERTAR a María José.TANTO FUE LO QUE INVESTIGÓ..."
Lo veo como la visión de Luis pero dicha por el narrador, por ahi si fuera: luis siempre lo veía con papeles en la mano, y cuando le preguntaba qué era, el doctor le respondía que era información que estaba estudiando sobre el caso de su esposa......algo así haria que cuando se sepa el final uno deduzca que cuando le dijo eso lñe mintió....no se si logré explicarme. Bueno, el resto me pareció buenisimo, con lo que le agregaste pareciera otro cuento.
Espero que te sirva mi comentario, saludos,

Anónimo dijo...

Claro que me sirve tu comentario!
Ya lo modofiqué. Al volverlo a leer, también me hizo ruido eso.
Mil gracias!!!