miércoles, 12 de noviembre de 2008

Cual falso suspiro

Gladys agarró la olla oxidada con los fideos y la llevó a la mesa. Su cara aún estaba seria. Ni la carta de bienvenida que le había escrito Luisa pudo hacerla olvidar un poco de lo que había vivido semanas atrás. Osvaldo también estaba raro. Ni palabras se escuchaban. Y cumbias, menos. Sólo el llanto de la Margarita, haciendo eco en la inmensidad del desconsuelo. El hombre la levantó en brazos y la llevó a la mesa. Dio un grito hacia la puerta de chapa para el Pablito, la Marta y la Onelia, que estaban jugando en la tierra de la casilla de al lado. Se acercaron a la tabla.

- ¡Coman chicos! –levantó la voz Osvaldo al ver a los nenes sentados sin mover su tenedor.
- Pero mamá no tiene comida- dijo el Pablito mientras miraba fijamente a Gladys que se sonaba la nariz.
- Después me voy a tomar un tecito, mi amor, así duermo mejor a la noche. Estoy muy cansada. Coman ustedes, está rico.

Calle empedrada. Casas con puertas de madera. Paredes descascaradas. Descoloridas. Descuidadas. Un silencio inmenso por toda la cuadra. Quizás, algún que otro auto asustaba con el ruido del motor. Ya a las siete de la tarde la gente se encapsulaba en su hogar para evitar la oscuridad, pues los palos de luz no daban luz. En el medio de la cuadra, se veía una puerta color ocre, despintada. Con un escalón antes. No tenía manija. Ni se veía ningún botón que simulara un timbre. Oscar dio un portazo al bajar de la Ford Eco Sport y se acercó al semicírculo de personas que lo estaban esperando en la puerta ocre.

- Disculpen la demora, ¿viajaron bien?
- Sí don, ¡hasta tomamos mate después de cruzar la frontera! – se vio a Gladys con una sonrisa que cubría casi toda su cara, mientras tenía de la mano a Osvaldo.
- Me alegro. ¡Vieron que ricos mates hace el negro! – el hombre se rió a viva voz y contagió su alegría a las diez personas.
- Bueno, –continuó Oscar- ¿qué les parece si vamos a conocer su nuevo ámbito? Muchachos ustedes sigan al negro que van a entrar a este portón. Chicas, vengan que les presento a sus compañeras.
- Sí, vamos. Le dejamos los documentos a él, don. Nos dijo que acá en Argentina los DNI con residencia en La Paz no tienen validez.
- Así es. Muy bien. ¡Qué aplicada Gladys, vas a laburar bien, me parece!

Gladys abrazó fuerte a Osvaldo, sosteniendo con su mano la cabeza. Se mantuvieron en la misma posición por unos minutos, sin decirse nada.
Oscar sacó las llaves de su pantalón de jean y abrió, ayudado por un golpe, la puerta de madera. Ya al subir las escaleras se veía oscuro. Se escuchaban ruidos. Uniformes. Constantes. Intensos. Algunos, coordinados; otros, a destiempo. Gladys terminó el último escalón y levantó la cabeza con intriga. Superficie pequeña, pero bien aprovechada. Mesas por todos lados. Cada mesa tenía una máquina de coser; y también, una mujer sentada con un retazo de tela en la mano. Todas mirando hacia abajo. Sin distraerse ni un poquito. Parecieron no inmutarse por la llegada de las nuevas compañeras. Eso, a decir verdad, había sorprendido a Gladys.
- Bien, este es tu lugar. Va a ser como tu hogar, no te vas a sentir invadida por nadie. Estos son los moldes que tenés que usar. Cada dos días pasaré a buscar una partida. Cualquier duda, consultame. ¿Querés preguntarme algo?
- No, patrón. Está todo comprendido- expresó con voz segura Gladys, seguida por las otras cuatro mujeres.
- Bueno. Cualquier duda, les dejo mi celular en este papel. Va a salir todo bien, quédense tranquilas que van a aprender enseguida. Es fácil. Yo sé que lo van a hacer con ganas. Las veo bien predispuestas.
- ¡Gracias!- se escuchó a coro.


Gladys empezó con un ritmo lento pero, con el paso de los días, había adquirido la práctica a la perfección. Ya lo hacía mecánicamente. Con ganas y expectativa. Su buen humor era constante. A decir verdad, los llamados telefónicos a su casa la revitalizaban. Eran como su cable a tierra. Y ni hablar de cuando lo veía a Osvaldo en los ratos libres. Mientras, ella seguía: cortaba la tela, enhebraba el hilo, cosía. Cortaba la tela, enhebraba el hilo, cosía. Sabía que iba a traer sus frutos. Sabía que iba a ser el futuro para los críos. De a ratos le nacía un lagrimón.
Había oscurecido por completo. Las lamparitas, que parecían haber sido colgadas con desgano, permitían seguir cosiendo. Una prenda. Otra. Lo mismo con una. Lo mismo con otra. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. Y así pasaban las horas.
La verdad era que Gladys, después de unos días, ya se sentía como en su casa. Había un buen clima entre todas las mujeres. Hasta se enteró que algunas vivían en barrios cercanos de Bolivia. El patriotismo se le desbordaba. Compartía temas recurrentes de charla a medida que comía alguna que otra cucharada de arroz con sal. Ya se había acostumbrado al ruido intermitente, ahora podía hacer tres cosas al mismo tiempo, sin descuidar ninguna. Por eso también estaba contenta; se sentía más ágil.


Ya había pasado un mes, por ende, su primer sueldo estaba en la mira. Cada ruido de puerta que escuchaba, la alarmaba. Pero ninguno había sido producido por Oscar, hasta este:
- ¡Buenas noches, chicas! ¿Comieron?
- Sí, patrón.
- Mejor, mejor. Están alimentaditas – sonrió el hombre.
Las chicas asintieron con confianza.

- Juana, Lucrecia, Gladys, Ernesta, Paulina, ¿pueden acercarse? Tengo algo para ustedes. Han trabajado bien.
Las cinco se miraron con una sonrisa inocultable.
- Este es su primer sueldo, chicas. Las felicito. Cumplieron con el número de piezas solicitadas. Se las notó muy responsables. Pero hay un pequeño problemita, obviamente no tiene nada que ver con ustedes porque hicieron una tarea fascinante, que tiene que ver con mi liquidez. Estoy un poco ajustado con algunos asuntos, está decayendo el trabajo. Por esto, no van a cobrar trescientos dólares, pero el mes que viene seguro va a haber una diferencia a favor de ustedes. ¿Me pueden disculpar?
- Sí, – se escuchó una voz en nombre del conjunto- lo vamos a bancar, queremos trabajar.
- Gracias, chicas. Ya las voy a recompensar.

Gladys volvió a su rutina habitual. Pero ahora con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Tenía unos billetitos para darle comida rica a los críos cuando volviera! ¡Hasta podría comprarles un queso! ¿Y Luisa? Podría llevarle un mate. ¡Qué feliz se iba a poner! Ella había deseado siempre uno hecho en Buenos Aires. Además, se lo merecía. Cuidar a cuatro chicos y pagarles la comida no era cosa fácil. Una gran hermana le había tocado. ¡Colchones! Dio un salto, abriendo los ojos bruscamente. ¡Podría comprar un colchón para cada uno! Una sonrisa inundó su cara. Con el sueldo de unos meses más iba a poder hacer todo. Era un sueño ya, y todavía faltaba bastante. Además, se la veía canchera con el tema de la costura. Ya el sueño no era problema. Permanecía tardes sin inquietarse y, cuando llegaba la noche, había horas en las que ni siquiera bostezaba. Eso le hubiese costado mucho si no se hubiera adaptado a las lamparitas pobres que pintaban los días. Los rayos de sol eran deficientes.


Y los días seguían pasando. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. Un lunes, tres hombres llegaron en un camión y subieron a la habitación dos máquinas de coser más. A Gladys se le vino a la mente la charla con Oscar de hacía unas semanas. ¿Cuando hay trabajo ponen más máquinas o al contrario? Mejor dejar de preocuparse por cosas que no eran suyas. El tipo le había pagado y eso era suficiente. Cuando quiso dejar de pensar, se encontraba sentada, con un retazo de tela blanca en sus muslos, sin hacer nada. Sus manos, con las palmas hacia arriba. Y la máquina, expulsando ese ruido intermitente. Se apresuró al ver que la luz natural se diluía en la habitación opaca. Un portazo la focalizó nuevamente en su trabajo. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. ¿Para quiénes eran esas máquinas nuevas? Si estaban las personas justas. ¿Entrarían más chicas? La idea la sorprendía un poco, pero también la ponía contenta; ahora ella sería una de “las antiguas” y podría aclararles dudas a las demás. Efectivamente fue así: cinco chicas jóvenes. Algunas de su ciudad, según se enteró en la charla. A Gladys le cambió el panorama. Hasta podía determinar el dial de la radio vieja que estaba arriba del estante. Casi siempre ponía las cumbias colombianas que le hacía escuchar Osvaldo en su casa. Esta vez estaba un poquito más lejos – unos escalones- pero era como si compartiera los platos de arroz con él. La interconexión existía, aunque ayudada por unos mates amargos en los ratitos entre una partida y la otra. A medida que pasaban los días, no evitaba extrañar su casa, a los niños más que nada, pero también sentía que estaba en un lugar donde su trabajo era gratificado, y donde esa gratificación serviría para un futuro seguro. Y encima, tenía a Osvaldo a sólo unas puertas. No podía pedir nada más.

Eran las cinco de la tarde de un jueves. Gladys escuchó la puerta de calle y enseguida torció la cabeza hacia la escalera. Una breve sonrisa se dibujó en sus cachetes tostados. Sí, tenía que ser él. Pasos de hombre eran, sin duda. No podía ser ninguna compañera. Quizás, vendría a pagarle el mes y algunos billetitos más, atrasados. Él parecía responsable y se lo vio muy afligido cuando le explicó que no podía hacerlo a tiempo, seguro se habría quedado con culpa.
- Chicas, muy buenas tardes. ¿Cómo andan?
- Bieeen – se escuchó un coro femenino, mientras seguían con la mirada puesta en su retazo de tela.
- Mejor así. ¡Bien Marta con eso, eh, vas tomando dinámica!, ¿y vos, Grace, hablaste con tu amor extrañado?- expulsó una risa cómplice.
- ¡Sí! Ayer. Dijo que por casa andan todos bien. La chula se lastimó la rodillita pero la vecina lo está ayudando a pasarla. Así que, bien.
- Perfecto. Ese hombre te quita el sueño. Si querés que tome algún tipo de iniciativa para incorporarlo al taller masculino, sólo tenés que decirme. Sabés que no hay problema, además hace falta personal.
- Listo. Gracias, don.

La intuición de Gladys, evidentemente, había fallado. Se quedó pensativa por unos minutos pero después, algunas palabras de Oscar lograron incluirla en la charla.
- Gladys, antes que me olvide. Vení un segundo.
- Sí. Dígame, patrón – se acercó tímidamente, despacio.
- Yo te debo un mes y algo. Te lo voy a pagar, quedate tranquila, estoy con complicaciones ahora. Te prometo que te voy a pagar el doble.
- Bueno, le agradezo mucho. Pensé que era por otra cosa. Tenía miedo de tantas cosas. Vio que uno piensa lo peor siempre. Y más que ví chicas nuevas. Me desesperé. – se rió Gladys.
- ¡Ay, mujer! Estás chistosa hoy.
Gladys suspiró profundo. Su corazón, para su sorpresa, volvió a latir en su ritmo habitual. Ya vendría el sueldo. Sólo debía confiar en su promesa. ¡Iba a recibir el doble! Eso sí que iba a ser mágico. Hasta quizás, con esa plata, podría comprar ropita para la Margarita. Valía la pena esperar. ¿Valía la pena esperar?
Los días y las noches se turnaban para verla esperar. Ella seguía en el mismo lugar, de la misma forma, aunque cada tarde, con menos ilusión por escuchar esas pisadas pesadas sobre los escalones. Había preguntado por él varias veces, pero los muchachos que iban a retirar las partidas parecían no saber nada. Ya él ni se aparecía por el lugar.


El agua ya estaba hirviendo. Gladys agarró el paquete de fideos abiertos de adentro de la alacena y los echó a la olla oxidada. Osvaldo estaba sentado en la mesa. Callado. Ya en un ratito tendría que llamar a los chicos, que estaban jugando en la tierra de la casilla de al lado. En ese momento, la Margarita empezó a llorar.
Carla Yamila Bleiz

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