miércoles, 5 de noviembre de 2008

Un cuento más: El interior

La casa es enorme. Sólo con ver el living uno se queda sin respiración. Los pisos, madera roble oscuro, parecen lustrados infinitamente. Los sillones son amplios, de brazos robustos. Muy sobrios, tapizados bordeaux profundo, hacen honor a las cortinas, en mismo color y material. Cómo pesan. Cómo pesa todo allí dentro. Una chimenea enorme se traga el aire. Revestida en madera, sofoca fusionándose con la tierra, que tienen el mismo olor a sangre.
En el extremo derecho hay un piano casi ridículo con una cola inmensa, que hace que uno se pierda en la forma más que en las notas. Debajo de las cortinas, un ventanal que da directamente al parque. Gigante, siempre cerrado: es la ilusión a la frescura, una burla, una muestra de lo que existe pero no se alcanza nunca. No hay rejas, sólo un vidrio transparente que deja ver todo lo que no se puede tener … Si se mira muy en detalle, se logra apreciar que los vidrios están tallados con las iniciales de algún antiguo dueño: “S.W”.
Una puerta, de enormes proporciones y madera fuerte, está trabajada en la parte inferior, y sostiene un vitreaux, que lo deja a uno perplejo por unos cuantos segundos. Cuando se sale del encantamiento, girando una perilla redonda que pareciera estar bañada en oro, se llega al hall de entrada. Éste, un tanto más luminoso, está amueblado sólo y únicamente por una mesita de una madera algo más clara. Un mantelito tejido a crochet, sirve de base al florero blanco con flores rosadas. En el hall está la escalera, que lleva a los cuartos. Un pasillo ancho deja la libertad de elegir entre tantas puertas. Siempre están cerradas, excepto una, la de quien la habita. Da lugar a una habitación no menos lujosa, con una cama que fabrica sueños pesados. A veces, logran resbalarse por las sábanas de seda.
Las paredes están empapeladas con aire victoriano, dando respaldo a un mueble con un espejo altísimo. Allí hay mucho rosa: un alhajero, un lápiz de labios del mismo color, y muchos otros accesorios que harían pensar en el cuarto de una dama.
Si se baja por la escalera que se encuentra en el extremo opuesto, se llega directamente a la cocina: es amplia, tiene una isla en mármol ubicada en el centro y una mesa muy larga con sus sillas correspondientes. Por la cocina también se asoma, desde una ventana un tanto más pequeñita, aquel hermoso esbozo de verde.
En el living, Julián está tocando el piano. Concentrado en la obra “Las estaciones”, no repara en los ruidos que hace la cerradura al ser violada, tal vez, ni siquiera los oye.
Pero siente que algo ha roto la calma. Como por instinto se levanta, y se dirige a su cuarto. Abre la puerta: “¡Julián! Cuántas veces tengo que pedirte que no entres a mi cuarto cuando me estoy maquillando” -Escucha a su madre como si de carne y hueso estuviera presente-. Una lágrima amenaza con escapar, pero la reprime, y entra allí como si nada.
Se sienta en el escritorio, abre uno de los cajoncitos, de donde saca un labial, rosa. Se delinea la primera mitad del labio superior, la segunda, y los rellena. Lo mismo con la parte inferior. Se pinta las rubias pestañas y empolva la cara. El vestido que trae puesto, como por casualidad, hace juego con el maquillaje. Otro ruido. Esta vez, lo oye. Se altera. No sabe si quedarse quieto, encerrarse en el cuarto, o correr hacia otra parte. Pero no sabe de dónde proviene el ruido, ni de qué se trata. -¿Mamá?- Sólo el silencio responde. Decide bajar. Baja aquellas escaleras infinitas, hasta la cocina. Las luces están apagadas pero la ventana deja a la luz insinuarse. Tiene miedo. Tiene pavor. Y una sombra se esboza por detrás, pero la siente. Siente la presencia de alguien, de algo. Quiere correr, pero primero quiere agarrar un cuchillo. Y antes que todo eso también quiere prender la luz. Se bloquea. No sabe por dónde empezar, no sabe qué hacer primero. Entonces la sombra se mueve, está aún más cerca y, como por instinto, corre. Tira al suelo el cuchillo que nunca agarró, quiere correr pero no hay salida. “No salgas al parque, es muy grande y te podes perder. No podés salir a menos que papá o mamá te acompañen”. Debe quedarse en la casa. Es fin de semana- piensa- y nadie vendrá ni a limpiar, ni a traer los mandados. Nadie que me socorra. Pero yo no debo salir, no debo.
Mira hacia la derecha: el cuadro de su papá, la voz de su papá discutiendo con su madre. Le dice que se calle, que Simón no va a volver, que Simón Wamington no era más que el pasado y que ahora él era su marido, que ya todo se había aclarado.
Corre de nuevo hacia el living. Se hace muy pequeño. Se achica cada vez más, no tiene dónde esconderse. De repente se recuerda sentado al piano. Está sentado al piano y el ventanal que da al parque está abierto. Sus partituras de Chaicovsky se vuelan. Se levanta, va a buscarlas, su madre lo encuentra, pega un grito como nunca antes. Julián no entiende, no entiende por qué, pero sabe que no debe estar allí.
Como a un niño eterno, se le ocurre esconderse detrás de la cortina. Y aguarda, silencioso. Está esperando, y no sabe a quién. Si tiene suerte no lo encuentran, y se sienta de nuevo al piano, a terminar de tocar la obra que dejó inconclusa, hace años.
Le tiemblan las piernas, le tiemblan los brazos, le tiembla el cuerpo entero. Escucha unos pasos secos, de repente tiene el oído agudizado. Siente que la cortina lo acaricia, pero las cortinas no hacen esas cosas.
Lo agarran. Lo tiran al suelo, contra el vidrio de la ventana. Lo atan de pies y manos. No le ve la cara, pero es uno solo. No le ve la cara porque la tiene cubierta. De todas maneras, no quiere mirarlo.
Una nueva lágrima esboza, si no es la misma. Pero esta vez, se decide a soltarla. No tanto por decisión, pero se vuelve inevitable. La suelta. Cae lentamente, pareciera llevarle minutos tocar el piso.
Julián no quiere mirar nada. Se dedica a quedarse quieto, como esperando a que el dolor culmine. El sólo desearía poder atravesar el vidrio y llegar al pasto, que lo invita a pisar el verde. Pero su mamá no quiere. Y se dedica a contemplar el cuchillo, y se congela: en el filo lee “S.W”. Y Julián sabe, ahora más que nunca entiende por qué, jamás, debió dejar la puerta abierta.
Ailín Gurfein

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