viernes, 7 de noviembre de 2008

Con el pie izquierdo

Era una hermosa tarde de verano. Salvo una pequeña nube intrusa, el cielo estaba a pleno celeste. El calor agobiante apenas se apaciguaba con el viento refrescante y siempre presente en la zona. Algunos se atrevían a exponerse a su resplandor. Otros, se tiraban debajo de las tímidas sombras de los árboles, para esquivarle al calor, aunque de poco servía. Separados por varios metros, parejas y amigos disfrutaban del aire libre. Unos jugaban fútbol, otros gozaban de un simple picnic, o solamente caminaban por ahí. El paisaje era agradable pero no el mejor. Detrás se encontraba el ancho río, con sus aguas entre negras y marrones, contaminadas, que llenaba de un olor desagradable el lugar. Algunos, con un gran coraje se sumergían en sus aguas para refrescarse. Entre el murmullo del lugar, de lejos se podía escuchar la música a todo volumen proveniente de autos tuneados, junto al ruido de sus motores que arrancaban de repente y se perdían a lo lejos. Tampoco podía faltar, la voz de aquellos vendedores que recorrían la zona con sus bicis al grito de “bombón helado” o “birra”.
Esa imagen de aquel paisaje, quedó y quedará por siempre prendida en mi memoria. Una imagen de la que se me hace difícil escapar, y que vuelve a mi mente una y otra vez. Pero, ¿cómo escapar? Si allí estaba ella, conmigo. La última tarde junto a ella. Los dos tirados en aquel piso, del que con cierta lástima y vergüenza se extendían unos pocos pelos de pasto. De poco importaba. Parecíamos dos adolescentes enamorados.
Acostados boca arriba, el sol pegaba y mucho en nuestras caras. Los párpados servían de manta para cubrir nuestros ojos. Una capa negra oscureció mi vista. Solo sentía los ruidos que se mezclaban y se insertaban en mis oídos. Parecía sumergirme en un sueño, pero no lo era: apenas mis ojos se habían cerrado. Aunque por momentos, todo me decía que estaba soñando despierto: ella estaba a mi lado.
Su cabeza descansaba en mi torso. Mis manos suavemente tocaban ese preciado cabello oscuro, que se iba perdiendo poco a poco entre mis dedos. Dueña de una silueta envidiable y un caminar como pocas tienen, su figura rozaba la perfección. El cutis, como la piel de todo su cuerpo, era impecable. Pero su carita era angelical. Su nariz respiraba ternura, su boca pasión y sus ojos, qué decir de sus ojos. Dos diamantes que brillaban como el sol por la tarde y nunca dejaban de hacerlo. No me cansaba de mirarla. Estar con ella era algo único. Y era mía. Solo mía.
Pero a pesar de todas sus hermosuras, sus pies eran lo que más me fascinaba. O mejor dicho “ese” pie. Ese pie que me podía, que alimentaba día a día mi locura. Era capaz de hacer todo por ese pie. Sí, todo. Aunque ahora todo me suene demasiado. ¿Locura o amor? Llámese como quiera.
Las ganas de tocar su pie me invadieron y no pude resistir. Con uno de mis dedos le toque dos veces la cabeza. Sabía lo que le pedía. Pronto se levantó y se acostó al lado mío, pero al revés. Ahora sus pies quedaron a la altura de mi cabeza. A ella también le gustaba, y en aquella tarde mientras el débil viento soplaba yo acariciaba suavemente su pie, el pie. Su piel era tan suave, pálida y aterciopelada, que me pasaba varios minutos y hasta horas recorriendo las líneas de la planta o el contorno de las venas con la punta de mis dedos. En ocasiones lo cubría totalmente, y lo besaba, porque sabía que le gustaba. Era simplemente él, la máxima estrella. Ese que me volvía loco y me llenaba de amor. Y ahora mismo lo recuerdo sentado en esta celda.
Ahora esos recuerdos ya quedaron lejos. Sin embargo, una y otra vez vuelven a invadir mis pensamientos sin encontrar un porqué. O tal vez sí. Me viene a la mente como si todavía tuviera aquel pie. Solo con recordar su piel, me estremezco, pero aquí mucho no puedo pensar. Todo es muy monótono. No hay otra cosa peor, aunque sé que las horas están contadas. Solo me queda escribir estas pocas líneas.
Ya no sé que va a ser de mí, porque aunque estoy condenado a muerte, estoy muerto, ya que sin él, sin mi pie, no soy nada. Lo necesito como a la luz del sol. Mi vida sin él ya no tiene sentido. Si por algo más que un amor, otros como yo mataron, destruyeron, y hasta realizaron actos de increíble crueldad, ¿qué no sería capaz de hacer yo por ese pie?
Pero ya lo hice, y por eso me pudro en esta oscura reclusión. Por eso escribo estas últimas palabras en la sucia pared de mi celda, como un loco que mató por amor. Pero, me pregunto, ¿es pecado amar un pie, y asesinar por tenerlo?
Ya desde lo lejos veo como se acercan los carceleros. Y ahora sí, llega mi hora. Por fin me encontraré con la mujer a la que corté el pie y asesiné solo por amor. Por su pie. El pie.
Juan Martín Del Fabbro

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