viernes, 7 de noviembre de 2008

Gato encerrado

El hecho de que hubiera comenzado el otoño no quitaba que aquel fuera un día más, igual al resto. Mamá me acompañaba, debido a mis sucesivas rateadas, lo que significaba que no podría ir caminando sobre las hojas secas de los árboles, mi único placer solitario en otoño.
Su mano fría tomaba la mía, la apretaba con fuerza como advirtiéndome lo que me pasaría si intentaba algo. Sus tacones resonaban al hundirse en las baldosas de la avenida. Estaba seria, no me hablaba, más de una vez quise contarle acerca de las germinaciones que estábamos haciendo en el aula, pero me contestaba con monosílabos.
Recuerdo que cuando la abuela vivía las cosas eran diferentes, el camino se hacía pura charla y sonrisas, pero con mamá ese mundo enmudeció y dejó de sonreír. Ese día las ocho cuadras de todos los días, parecieron el doble o más.
Llegamos a la inmensa reja verde, detrás, la misma bandera de siempre, sucia por el hollín, apenas se movía en la punta del mástil. Doña Flor no fue aquel día, en su lugar, nos atendió el utilero del gimnasio. Con sus tupidos bigotes negros, su mameluco azul manchado de polvo, y con una sonrisa que arrugaba toda su cara, sus tres dientes de oro me saludaron mientras él abría la reja verde. “Usted siempre llegando tarde” me dijo mientras cerraba la reja, sin quitarle los ojos de encima a mi madre que se alejaba.
Caminé por el largo pasillo imaginándome como a un condenado, cruzando el patio estaría la silla eléctrica esperándome como todos los días. El patio vacío era triste, las seis columnas que se agrupaban de a dos frente a cada salón que daba al patio, parecían más altas que de costumbre, y los potus que se posaban en cada una de ellas, me rogaban que por favor les alcanzara algo de agua.
Entré, me senté y esperé a que lo peor llegara. Pasó media hora, y sucedió. Al sonar la campana la maestra abrió la puerta mientras mis compañeros se amuchaban detrás de ella para salir. Afuera, todo el colegio gritaba, corría, jugaba, era una jungla vigilada por seis halcones, una en cada columna, debajo de un potus. Cada maestra observaba los movimientos que ocurrían en el patio. Por experiencia, sabía de su ineficiencia, ya que cuando ellos me atacaban ya era demasiado tarde. Pareciera que la cualidad de llegar tarde cuando uno lo necesita, fuera un factor común entre los adultos.
Era mi día de suerte, por alguna razón aún no habían salido al recreo. Por las dudas, me senté junto a una de las columnas más cercanas a mi aula, y pretendí leer mi historieta del hombre araña. Mientras tanto pude oír a la maestra de aquella columna hablando con la de séptimo grado: -… ¿Viste cuán miserable es el utilero? Tiene el galpón lleno de ratas, y en vez de comprar veneno quiere traer un roñoso ga….-
Vi como una mano, pegajosa y llena de tinta, tironeó de mi revista y luego me agarró del cuello.
-Te pensaste que te salvabas ¿no?, y encima te venís a esconder detrás de tu maestra, sos todo un hombre- me dijo mientras me soltaba el cuello. Se fueron rápidamente al ver que se acercaba la maestra de séptimo grado.
Es sólo un año más, pensé, el año que viene ya no estarán. Pero nada me reconfortaba, durante dos años soporté sus bromas pesadas y sus golpes, me sentía en el purgatorio. Lo peor es que aquel refugio tranquilo y amable que solía esperarme a la hora de almorzar luego del colegio, se convirtió en una caja gris y fría, con sabor a comida recalentada y con un silencio que arde en los tímpanos. Desde que la abuela no está, mamá tuvo que dejar sus salidas por la ciudad para ocuparse de mí, mientras que papá trabaja.
Algo me olía mal y no eran los frascos con algodón y porotos que les daba el sol del mediodía, los de séptimo no se me habían acercado en ninguno de los otros dos recreos y ya se aproximaba la hora de la salida. ¿Se habrían cansado de molestarme? ¿Habrían encontrado a alguien más divertido para molestar? Mientras me llenaba de falsas esperanzas, mi panza me indicó que eran las doce y media en punto.
La maestra nos formó en el patio en una sola fila, igual que al resto del colegio. Los primeros en cruzar el pasillo que llevaba a la reja verde serían los de primer grado, y así hasta llegar a séptimo. El barullo era constante, era viernes, y todos queríamos irnos a casa, incluso las maestras que por sus caras parecía que nunca abandonaban la escuela. Solo quedaban dos filas, la de séptimo y la mía. La maestra nos hizo avanzar, como siempre fui el más alto, me tocó ir a lo último, detrás de mí, sentía sus ojos clavados en mi espalda esperando el momento oportuno para actuar.
Ahora, quince años después, analizo en profundidad lo que sucedió aquel día y pienso que quizás esa fue la razón de todos los miedos que perturban, lo que sucedió aquel día me marcó de por vida, y es aún hoy que me sigue atormentando. Quizás el rechazo que les generaba a los grandulones de séptimo, no haya sido muy diferente del que les generaba a mis padres.
Nunca supe en qué momento fui arrastrado sigilosamente hasta el galpón del utilero, solo recuerdo las risas detrás de la puerta trabada, la humedad y la oscuridad, mi grito ahogado, mis manos doloridas por golpear la puerta, el nauseabundo olor a carne podrida. Recuerdo que cuando me di cuenta de que ya no quedaba nadie en la escuela, y que el utilero se alejaba en su oxidada motocicleta, comencé a llorar como nunca lo había hecho en mi vida. Me encontraría allí encerrado todo el fin de semana, compartiendo la habitación con vaya a saber Dios qué tipo de alimañas y bichos, sumergido en una profunda y húmeda oscuridad, lejos de casa.
Cuando decidí hacer algo para escapar de aquel horrible lugar, busqué desesperado un interruptor de luz paseando mi mano, mojada por las lágrimas, sobre aquellas mohosas paredes. Lo encontré junto a lo que se sentía como una repisa con pelotas de baloncesto. La alegría me invadió cuando la luz cubrió por completo la habitación, pero unos segundos después, me arrepentí de haber encontrado aquel interruptor.
El piso de cemento parecía transpirado, y en algunos recovecos había madejas de pelo negro como si estuviera recién arrancado. Unas enormes repisas de metal, me hacían recordar a las repisas en donde la bibliotecaria guarda los libros más pesados y viejos de la escuela, pero en lugar de libros había pelotas, tachos sucios, trapos, cajas, bidones que olían a querosén. Sobre una pila de colchonetas había algunas sillas rotas.
Pero lo peor fue encontrarme en un rincón un grupo de ratas, que se estaban disputando los pedazos de otra que estaba muerta. La sangre había manchado sus pequeñas patitas, y habían dejado huellas alrededor de un agujero en uno de los zócalos que unían a la pared con el suelo.
Pero también había huellas bastante más grandes, que no parecían pertenecer a las ratas. Cuando me acerqué escuché lo que parecía ser un alarido de desconfianza y desafío, desde una de las repisas de metal. Tomé una escoba que encontré junto a la puerta, y la apunté hacia el lugar de donde provenía el sonido.
A partir de ese momento todo pasó tan rápido que apenas lo recuerdo. Algo saltó sobre mi cabeza gruñendo y rasguñando, lo que hizo que accidentalmente golpee la bombilla de luz. Todo se volvió oscuro, menos los dos hachazos amarillos que me amenazaban. Sentía a aquella masa de pelo corto y grasiento acercarse, morderme, alejarse, y volverme a atacar. Con la escoba cortaba bruscamente el espacio entre mis piernas, sin lograr atinarle a aquella bestia furiosa.
Me subí a la pila de colchonetas, sentí cómo algo me cortaba la pierna, supuse que habría sido una de las sillas rotas que había visto antes. Me mantuve en silencio, la asquerosa bestia también, incluso las ratas dejaron de chillar. Quieto, con la escoba en la mano esperé su ataque. Sentí un ruido en el piso, cercano a mí. El corazón se me aceleró, sentí que las venas del cuello me iban a estallar. De repente, pude ver aquellos dos hachazos infernales, estaban frente a mí, me miraban con rencor y odio. Se acercaron cada vez más, emitían sonidos de batalla, de furia. Quise golpearlos con mi única protección en ese momento, pero fue demasiado tarde, la escoba volvió a cortar el aire, y ya los tenía encima, desgarrándome la ropa y lastimándome los brazos. Quise de todas formas quitármelo de encima, caí al piso y con un pie tumbé la repisa de metal.
Supe que había caído sobre mí cuando mi mamá me contó lo sucedido la mañana del día siguiente. “Chiquillo odioso, siempre metiéndote en problemas para llamar la atención, si continúas así, con tu padre te enviaremos a la escuela militar, ¿no es cierto?” “Si, querida” contestó la indiferencia de mi padre. Aparentemente, no fue hasta el día siguiente que se les ocurrió buscarme en la escuela y me encontraron inconsciente en el piso, tapado por una pila de cachivaches.
El utilero siempre desmintió la presencia de algún gato, ya que la directora no le había permitido llevarlo para acabar con el problema de las ratas. Lo cual agravó el enojo de mi madre ante mis supuestas mentiras sobre lo sucedido. Pero yo estoy seguro de que algo me atacó aquel día, y se grabó en mi memoria para siempre. No solo por la fobia a los gatos que desarrollé a partir de ese momento, sino porque me di cuenta que me encontraba más acompañado dentro del galpón con aquel gato rabioso, que dentro de lo que la abuela solía llamar “hogar”.
Gabriela Gorordo

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