martes, 10 de abril de 2012

Escena de lectura:


“Empecé mi vida como sin duda la acabaré: en medio de los libros. En el despacho de mi abuelo había libros en todas partes; estaba prohibido limpiarles el polvo salvo una vez por año, en octubre, antes del comienzo de las clases. No sabía leer aún y ya reverenciaba esas piedras levantadas: derechas o inclinadas, apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente espaciados formando avenidas de menhires; sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. (pag.30)

[…] Anne-Marie me hizo sentar frente a ella, en mi sillita; se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De esa cara de estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la cabeza: ¿quién contaba, qué y a quién? […] Al cabo de un instante había entendido: el que hablaba era el libro. Salían de él unas frases que me asustaban; eran verdaderos ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estiraban los diptongos, hacían vibrar a las consonantes dobles; cantarinas, nasales, cortadas por pausas y por suspiros, ricas de palabras desconocidas, se encantaban con ellas y con sus meandros sin preocuparse por mí. A veces desaparecían antes de que pudiera comprenderlas, otras había comprendido por adelantado y seguían rodando noblemente hacia su terminación sin hacerme la merced de una coma. […] En cuanto a la historia, se había endomingado: el leñador, su mujer y sus hijos, el hada, toda la gentecilla, nuestros semejantes, habían adquirido majestad; se hablaba de sus harapos con magnificencia, las palabras se desteñían sobre las cosas, transformando las acciones en ritos y los acontecimientos en ceremonias”. (pag.33/34) Jean-Paul Sartre, Las palabras.

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