martes, 10 de abril de 2012

Escena de lectura


El libro era enorme, desde muy pequeña me deleitaba husmeando sus imágenes, hasta que un día, alguien me leyó uno de los cuentos. Es extraño, pero por más que lo intento solo llega hasta mí la fuerza de las palabras, no la voz que me las acercaba. La niña que tantas veces había mirado sentada en el umbral tuvo entonces un nombre, se llamó Anita. Vendía fósforos. Era de noche y la niña dibujada tenía frío, mucho frío. Fue en medio de tanto frío que sucedió la magia. O quizá fueron los fósforos encendidos los que lograron el sortilegio… la niña dibujada y la niña que la contemplaba comenzaron a vibrar juntas, en medio de la nieve, iluminadas por cada una de las llamas, convencidas ambas de la promesa efímera del fuego.
“Anita, la fosforera” fue el cuento que, en mi recuerdo, inauguró mi oficio de lectora. Andersen no me obsequió un hermoso relato, me regaló la posibilidad de vivir, de sufrir, de gozar, la vida de Anita.

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