jueves, 6 de octubre de 2011

Crónica urbana: Ni una migaja

Parejas, niños, ancianos, bebés, cajeras, repositores, gerentes, personal de seguridad y de limpieza, promotoras, carniceros, fiambreros, gente por doquier.

Compre, consuma, pague, le devolvemos el cincuenta por ciento del valor, páguelo en doce cuotas, lleve tres por dos, diez por ciento de descuento con débito, quince con crédito, consuma, pague, consuma.

En el Jumbo de Unicenter como en tantos otros supermercados, la gente entra, agarra su changuito, saca la listita de compras y apurados como si el lugar cerrara en media hora compran todo al galope.

Un niño pasa corriendo y riendo, su madre lo sigue a los gritos, con su cartera colgando y luchando con un chango repleto de mercadería, le pide que deje de correr y tocar todo. Un hombre de traje habla por celular mientras revuelve la mercadería y se pone furioso al no encontrar lo que vino a buscar, aleja su celular un momento, maldice al repositor y sigue su camino retomando la conversación telefónica, el joven ordena resignado el desastre que el tipo dejó en la góndola, qué le va a decir, el cliente siempre tiene la razón.

En una góndola del supermercado veo a una joven promotora que ofrece para degustar los bocaditos nuevos de Campo Austral, me acerco, me convida uno, es muy amable, la bandeja con nuggets recién horneados está llena pero ni pasan cinco minutos mientras estoy hablando allí con ella que uno tras otro se los devoran, la gente se amontona alrededor del stand como si la pobre chica estuviera regalando viajes a Brasil, la aturden, le manosean la bandeja, le desparraman las servilletas, no dejan ni las miguitas. Me quedo un rato allí charlando con ella, se llama Flavia, estudia medicina pero trabaja de promotora para cubrir sus gastos, son pocos días pocas horas, le deja tiempo para estudiar. Me cuenta que parada allí tantas horas observa el comportamiento de los clientes y a veces no sabe si reír o llorar. Me comenta: “Hay una clienta, Anita, una señora de unos ochenta y pico que viene al supermercado todos los días a la misma hora, después de la siesta. No lleva muchas cosas: unas galletitas, una yerba, un paquete de fideos y a veces hasta se da el lujo de una agua saborizada. Más que mirar precios y hacer cuentas, se detiene a hablar con cada persona que trabaja en el super. Todos la conocen, es la dulce Anita, viuda, perdió un hijo hace unos años, los otros dos no la visitan mucho, cada uno tiene su vida según dice. Es una más entre tantos otros que buscan que alguien los escuche un rato, les preste atención, los miren a los ojos, les sonrían, los hagan sentir parte de algo, buscan en definitiva sentirse menos solos en un lugar lleno de gente”.

Noto que se pone nerviosa, guarda rápidamente la bandeja, se agacha y se esconde detrás del stand. Le pregunto si le pasa algo. No me contesta. Veo que se acerca un hombre, es muy delgado y alto, tiene la mirada perdida, los pantalones no le tapan los tobillos, los bolsillos de la chaqueta están descocidos, tiene el pelo grasoso y las manos sucias. Se para a mi lado, me sonríe con timidez y se queda allí esperando. La promotora sigue agachada como si no estuviera enterada de su presencia. El hombre no se va. Mira para todos lados, como escapando de algo o de alguien. Veo a lo lejos un señor de seguridad hablando por el handy, el hombre también lo ve, sin decir nada me mira, agacha la cabeza y se va. Flavia sale de su “escondite” y me explica: “Él es uno de esos tantos que van de promotora en promotora buscando algo para comer. Es un tipo amable y educado, nunca nos faltó el respeto, pero usted sabe cómo es esto, acá se viene a comprar, a consumir, no a pasear y vagabundear mendigando comida. A mí me da no se qué, pobre tipo, no le hace mal a nadie, y la degustación no la paga el supermercado, pero bueno hay que conservar las apariencia ¿Me entiende? Yo cuando tengo algo listo y lo veo venir le doy lo que tengo pero ahora que no tengo nada se me queda esperando y en seguida lo ve uno de seguridad y lo echa”.

Suena el timbre del hornito, sale la otra tanda, no pasan ni diez segundos que aquel hombre alto y delgado se para enfrente de nosotros, mira con prudencia a la promotora, como pidiendo permiso, agarra todos los bocados que le entran en la mano, prueba uno y los demás los guarda en sus bolsillos. Flavia lo mira con compasión. En seguida, como por arte de magia, aparecen dos de seguridad, ni le hablan, lo agarra cada uno de un brazo y lo llevan a rastras hacia la salida, en el camino se van cayendo uno a uno los bocaditos calentitos de sus descocidos bolsillos. El hombre no se resiste pero igual lo llevan como si hubiera acabado de robar un vino de cien pesos.

Me despido de Flavia, le agradezco su tiempo, veo la fila que se forma al costado del stand, paso por las cajas, gente abriendo sus billeteras, sacando plata, tarjetas de crédito, otros hacen la cola para pagar y se escucha el murmullo, no tienen tiempo que perder, qué lenta es la cajera, no llego a pilates, la tendrían que echar, no toques eso, cómo que no tiene fondos la tarjeta, cómo doscientos pesos si llevo cinco pavadas.

Me alejo del supermercado, el aire fresco me anima, la luz tenue del atardecer me alivia los ojos cansados de la luz artificial del mercado. Me subo al auto, mientras busco las llaves veo sentado en el cordón de la vereda a aquel hombre alto y delgado, sigue con la mirada perdida, mira la gente que pasa a su alrededor, una señora con dos chiquitos lo ve y cruza la calle, él se queda allí inmóvil, busca algo en sus bolsillos, saca una servilleta arrugada y vacía, se queda mirándola fijamente, la huele y la vuelve a guardar. Luego se para, me ve, esboza una tímida sonrisa y se va caminando por la transitada avenida.

Laura Pomilio

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