miércoles, 26 de octubre de 2011

Tarde-noche en el Once

Rita y su novio caminan lentamente por Avenida Pueyrredón. Algo inusual en la constante prisa de sus horarios. Hoy, van con tiempo y sin apuros porque Rita interrumpió su siesta temprano, y además el sesenta y ocho venía con poca gente y rápido.

Caminan sin hablarse, con las manos apenas agarradas, lo suficiente como para generar la habitual impresión de una pareja paseando. Se detienen un momento, ella mira unas lámparas en una vidriera y siguen hasta la esquina de Córdoba.

-Bueno, linda, si me desocupo temprano voy por tu casa, y hacemos algo– dice él.

-Dale, estaría bueno que vengas, sin vos ahí me es imposible soportarlas- contesta ella.

-Me encantaría ir, pero no te enojes si no puedo- dijo él, como ensayando una excusa para evitar el encuentro con su suegra y su cuñada que vendrían desde Chivilcoy.

-Ok, amor, pero hacé un esfuerzo, si estás vos por lo menos me ahorro que se metan con mi vida amorosa-

-Ya sé, linda, pero esto ya lo hablamos. Tenés veintiocho años, no sé cómo dejás que tu familia se siga metiendo en tus cosas. Además ponete en mi lugar, no está bueno ver cómo intentan sacarle plata a tu novia. Y ni hablar de que la forreen por su laburo- dice él, con tanto énfasis como para enrojecerse.

-Vos sabés como son, ¿qué querés que haga?-

-Nada, cuidá esa pancita, y que te mejores- dijo él interrumpiendo secamente la conversación y apurando la despedida.

Se dieron un beso, o más bien un “piquito” prolongado y se separaron.

Él tomará Córdoba, hará dos cuadras hasta Ecuador e ingresará a un edificio alto y blanco. Allí dentro, en el segundo “A”, lo espera la rubia que conoció hace unos meses y que prometió recibirlo está vez en ropa interior.

Rita va hasta la entrada del Florida, que todavía está cerrado.

Antes de entrar mira el cielo casi oscuro, ya con pocos resabios de claridad, los autos que se detienen sobre el semáforo y los peatones que cruzan sobre el asfalto de una Buenos Aires húmeda que poco a poco despide la tarde.

-¡Epa!, mirá quién se cayó de la cama- la interpela Paula, su “colega” como irónicamente se llaman, como no creyendo que un término así pueda aplicarse sobre unas strippers.

Se saludan con un beso y van hasta la barra, donde el barman ultima los detalles antes de que el bar abra sus puertas al público. Comparten un cigarrillo y hablan trivialidades.

-Che, estás un poco rara, ¿qué te anda pasando?-

-No sé, un poco de fiaca capaz-

-¿No será lo del hígado?-

-Puede ser, no le estoy dando mucha bola al tratamiento-

-No seas boluda- le dice Paula, mientras Rita se levanta para ir al cuarto, donde se visten y preparan para cada función.

-Trajeron una carta para vos, te la dejé sobre la mesita- agrega Paula, mientras apaga su Philip Morris en un cenicero de la barra.

Rita va hacia el cuarto expectante pero tranquila. Se sienta sobre el escritorio chico, suelta su pelo, se mira un momento en el espejo y agarra el sobre. Es blanco y en el dorso solamente dice: “Para Rita Marzi”. Comienza a leer.

“Rita: puede ser que al principio haya sido como vos decís “un capricho de pendejo” pero es obvio que lo que me pasa con vos trasciende eso. También está la edad, pero si te pones a pensar, lo que cuenta es la relación con el otro, no lo que digan las matemáticas.

No es que quiera jugar al “héroe” cambiando la realidad de una “chica perdida”. Es que me gustás demasiado y eso me molesta. También el que uses como excusa que no te animás, que es un salto muy brusco.

El martes me voy y por las dudas saqué dos pasajes, tenés hasta el fin de semana para pensarlo, pero sería genial que vinieras. Un beso”

La nota no está firmada. Rita toma el sobre, lo estruja entre sus manos y lo tira dentro del tacho que está debajo del escritorio.

Sale al salón vacío y con una espesa oscuridad atenuada por luces rojas que se proyectan desde las paredes. Va hasta la caja, que está en la punta de la barra.

-¡Sergio, ya fue! Trabajo el viernes y el sábado es mi último día, así que ahí arreglamos lo de la liquidación. Para la semana que viene ya no cuentes conmigo.

Carlos Torres Moraes

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