martes, 4 de octubre de 2011

Boca abajo

Siempre la misma rutina odiosa. Aparte de madrugar, tengo que cumplir con la odisea de lograr ponerme las zapatillas en un tiempo relativamente normal. No importa qué tan temprano me levante; siempre los cordones hacen que me retrase. Desde chica, tengo la costumbre de llegar a casa y quedarme descalza. Es obvio que gracias al apuro por sentir la libertad de mis pies, se me hizo costumbre empujar el calzado con fuerza, sin necesidad de desatar los cordones (así también me ahorraba una tediosa tarea a la mañana siguiente). Todo aquel que haga esto, sabe que después de unos cuantos usos, el nudo queda tan compacto que se hace indispensable aflojarlo y es entonces cuando los malditos cordones se empeñan en desenredarse completamente, para dejar a su dueño dos opciones: buscar otro par de zapatillas atadas o volver a unirlos, tratando de no morir en el intento. Esta última opción fue la única que tuve, de cuya elección estaré arrepentida mientras dure mi tiempo.

Hice el nudo que me enseñaron hace años, con una facilidad que me dejó sorprendida. Me dispuse entonces a levantarme para buscar el abrigo y salir de casa. La tranquilidad duró poco: al querer dar el primer paso, caí. Quise levantarme pero no pude, dado que mis pies parecían atados entre sí. Me di cuenta de que, mientras yo disfrutaba de mi falsa victoria, había permanecido sentada en la cama el tiempo suficiente como para que los cordones cobraran su venganza. Ahora ya nada podía hacer, aunque sí podía intentar zafarme de la mortal trampa. Me incorporé con gran esfuerzo, utilizando como nunca los músculos de mis piernas que, ayudados por los brazos, me permitieron alcanzar la altura necesaria para ver que – de una manera extremadamente lúgubre – las tiras que salían de los agujeros de mis zapatillas crecían a un ritmo desaforado, sin pausa. Traté de librarme del calzado, pero la fuerza a la que me oponía me superaba ampliamente. Mientras yo me cansaba de tanto forcejeo, las ataduras continuaban subiendo por mis piernas, entrelazadas siempre, como una especie de enredadera macabra, demasiado veloz y demasiado fuerte. Logré mantener los brazos alejados del cuerpo, para que no me aprisionaran las manos. Esa era mi única ventaja, porque podía defender mi cuello de los hilos (todo el mundo sabe que una vez que los complotados lleguen allí, será el fin).

Después de unas horas, viendo la fuerza con la que presionaban mi cuerpo, decidí rendirme. Fue entonces cuando vinieron a mi memoria las noches frías, y el cuento que me leían antes de acomodar la frazada y apagar la luz. Había uno particularmente que siempre me dejaba perdida en pensamientos vagos. Fue entonces que la desesperación y el desconcierto del viajero se me hicieron propios de nuevo, como me sucedía en ese entonces. No había mejor modo de graficarlo: era como si unos cuantos liliputienses invisibles me hubieran aprisionado con sus mejores cuerdas y la cosa fuera a terminar mal. Por burla del destino, ahora me arropaba algo mucho menos amoroso y, por un instante, añoré entrañablemente los abrazos que en tantas ocasiones rechacé.

Cuando finalmente, aterrorizada, asumí mi situación, pensé en llamar a alguien por teléfono (las ventanas o la puerta ya eran inaccesibles para mí). Pero de un modo malicioso, el aparato había quedado en mi cuarto el cual se encuentra lo suficientemente lejos del comedor, como para ser alcanzado por alguien con movilidad casi nula. Luego de meditar unos minutos, traté de recordar dónde había una lapicera que funcionara y un papel en blanco. Por suerte, encontré ambos objetos a centímetros de mi maniatado cuerpo, sobre un banquito que, más de una vez, me había salvado la vida. Mi desordenado hermano no pierde la costumbre de dejar todo en cualquier lado y yo, que tantas veces le recriminé esa manía, no podía sino dejarle unas palabras de perdón. De cualquier modo, nada podían hacer el banco o mi hermano por mi existencia, más que proporcionarme sin saber, las herramientas que precisaba. Me acomodé un poco y, boca abajo, me puse a escribir la que seguramente será mi última experiencia. No es un dato menor que, a pesar de la insistencia de los cordones y del hecho de que mi persona no tiene ya escapatoria alguna, la asfixia se produce con extrema lentitud.

María Eva González

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