sábado, 8 de octubre de 2011

Verano

Como todo verano, estábamos en Córdoba, en la casa de la abuela. Las cosas no habían cambiado mucho. Los cuartos llenos de camas con los mismos acolchados floreados de cuando mi abuela era chica. Los ventiladores tan ruidosos como siempre pero que refrescaban apenas. Abuela sentada como todas las mañanas en el sillón del living contemplando, por el ventanal, el verde campo.

Juani, mi hermana menor, con sus dedos arrugados y bien blanquitos como solía tenerlos durante el verano, la salpicaba a mamá mientras tomaba sol boca arriba en el borde de la pileta. Un enorme sombrero de paja le tapaba la cara. Papá y yo andábamos a caballo, algo que a los dos nos apasionaba. Desde las monturas hasta los pelajes, las razas y los andares. A veces Tomás nos acompañaba y nos mostraba nuevos caminos, nadie conocía mejor el campo que él.

Mientras la tarde avanzaba, el zumbido de los mosquitos se volvía cada vez más fuerte y amenazante. El viento acariciaba mi rostro mientras galopaba y evitaba las picaduras.

De regreso, puse mi pie izquierdo sobre el estribo, el otro lo pasé por arriba del caballo y llegué de un saltito al suelo. Hacía mucho calor, camino a la pileta me saqué la remera y el short. Estaba despeinada, y aunque Tomás me estaba mirando, no me peiné, sabía que me quedaba bien. Mis dedos casi tocaban el agua, estiré mis brazos en dirección al cielo, flexioné mis rodillas y di un salto al agua cayendo perfectamente de cabeza y sin salpicar. Quedé boca arriba mirando las nubes mutar, mientras el sol pegaba en mi cara.

Los mosquitos ese día molestaban más que de costumbre. Los podía sentir entre el viento caluroso y la pegajosa humedad. Abrí los ojos y entre las pestañas mojadas lo vi, me traía una coca-cola con mucho hielo, él conoce en detalle mis gustos.

-Tené cuidado, no te vayas a insolar- me dijo acercando el vaso.

Ese día bien temprano habíamos tomado el desayuno con la familia, frente al gran ventanal del living mirando el amanecer. La abuela siempre con las mismas preguntas, ¿de nuevo anduviste a caballo, hoy? Yo le contestaba de poca gana y papá me miraba con cara de resignado. Juana, siempre tan inquieta, tiró el frasco de vidrio, con la mermelada de ciruela tradicional que hacía la abuela, al piso.

Cuando habíamos terminado, quedé sola contemplando el anaranjado amanecer que se apoderaba del campo. Mientras que una nube de mosquitos se golpeaba contra el vidrio, queriendo entrar. Tomás entró silenciosamente al living, para levantar la mesa, y me preguntó ¿Todo en orden?, me asusté al escuchar su voz, lo miré sorprendida, no supe qué contestarle. Con su mano izquierda acarició mi espalda, como hacía mi papá cuando era chica y me daba el beso de las buenas noches, luego se fue.

-¿Querés algo más?- me preguntó

-No, con la Coca cola estoy bárbara- le respondí con una sonrisa,

Yo tomaba la Coca con una pajita mirando al cielo, haciéndome la distraída mientras percibía su miraba. Con una mano sostenía el vaso, la otra quedó flotando en el agua. Él estiró la suya hasta alcanzar la mía, y dejándome apenas tiempo para apoyar el vaso, tironeó dulcemente mi mano hacia él, tratándome con la misma fragilidad que una copa de cristal. Nos sumergimos en el agua, a salvo de los mosquitos, a salvo de todo.

Me acarició la cabeza mezclando sus dedos con mi pelo con suavidad, y su otra mano lentamente fue desde mi mejilla hasta mi nuca. Mi cabeza quedó entre sus manos como si estuviera sosteniendo con delicadeza una taza de café bien caliente. Sus labios se acercaron a los míos y quedaron separados simplemente por una fina capa de agua. Bajo el agua nos miramos, era la misma mirada de los juegos en las hamacas, o la que me regalaba en las cabalgatas por el campo. Esa mirada que me garantizaba protección y seguridad, que me hacía sentir que con él a mi lado nada malo podía pasarme.

-¡¡Caro!! Te vas a morir allí afuera -gritó mamá- ¡Los mosquitos se apoderarán de vos!

El beso se esfumó. Me mordí el labio y entré. Los mosquitos volvían a interponerse, sacándome de ese goce inexplicable. El grito de mamá había terminado con la imagen más perfecta.

Esa tarde los mosquitos eran muchos más que de costumbre, parecían querer entrar a la casa por cada pequeño espacio, ya ni siquiera se podía estar afuera. Su presencia nos incomodaba a todos.

Esa tarde, tan particular, algo que no debía suceder, sucedió.

Carolina Escudero

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