domingo, 6 de diciembre de 2009

Crónica: Ciento un cerámicas

En una semana que nace, en un nuevo lunes que comienza, a las ocho en punto de la mañana en la estación subterránea de retiro, las fieras bajan las escaleras en una carrera de atropellos e insultos. Mucha automatización, mucha voracidad. La gente solo fija la vista hacia adelante. No miran a los costados o atrás. Chocan con todo aquello que se les interponga.
Una senda marca el camino a seguir mediante huellas de zapatillas embarradas. El camino va desde el primer escalón hasta la plataforma del subte. El escenario es el mismo de siempre. Los pisos aguados y pegajosos, gente chocándose paso a paso, los trabajadores que tarde a la oficina llegan, mujeres que gritan y el olor a orina fresca que deambula libre por los aires. Todos se dirigen rápidamente al molinete porque el tren se les escapa, los que caminan lentamente o los que se mandan un pequeño trote, los que se detienen a medio camino o los que se arrepienten de vagón. Cientos y cientos de personas multiplican estos comportamientos a la hora de entrar a la formación.
En el largo pasillo donde el metro estaciona y abre sus puertas para que los pasajeros entren, hay una imagen compuesta de cien cerámicas estampadas en la pared. La pintura muestra a un niño de pequeña edad con ropa harapienta y una mirada llorosa en una cuidad con altos colores grisáceos. Al lado de esta triste imagen, una muchachita de carne y hueso, con pelos largos y enredados, pronuncia miles de veces las mismas preguntas: ‘’ ¿Cómo anda?’’. ‘’ Hola señor, ¿no tiene una moneda?’’ ‘’ ¿me daría un poquito de su alfajor?’’
Nadie percata su presencia. Su llamativa apariencia no se ve, y esa invisibilidad se agrava más cuando el servicio de trenes está en retardo. Los que murmuran insultos, los que empujan y miran para otro lado o de lo contrario, proponen un choque de miradas hostiles, ya no son solo los que suben al subte sino también los que bajan.
El ruido y el grito incesante de hombres y mujeres hablando por celular, los televisores a todo volumen transmitiendo siempre la misma propaganda, los vendedores ambulantes con su mismo discurso y las bocinas de los trenes conforman el entorno de la niña. Un entorno que a la vez podría ser una gran pintura.
En vano está, aún cuando baila, sonríe y canta. Nadie se da cuenta aunque con felicidad lo sigue intentando. Saluda y no le responden pero sigue intentando. Mira atentamente todo lo que sucede y espera que alguien le brinde una mano. Y así pasa largas horas en el mismo lugar. Cuando llega el momento de la siesta, ya cansada por una mañana agotadora, se tira a dormir a un costado de la imagen. El gigantesco reloj de la estación sigue girando y la niña es para los demás solo una cerámica más.



Juan Luis Linarello

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