domingo, 22 de junio de 2008

La gracia de la seda

Estaba hipnotizado observando la lluvia caer contra la ventana cuando oyó a su hermana y a su madre llegar de la casa de la señora Monique.
- Creo que dimos con el vestido perfecto, ¿no lo crees?
- Si, es verdad. Además te sienta tan bien…. La Sra. Monique tiene un gusto exquisito para diseñar vestidos de fiesta.
La madre colocó un enorme paquete, humedecido por la lluvia, cerca del hogar.
- ¡Cuidado! No lo dejes muy cerca del fuego, o se arruinará el vestido
- Es solo para que se le quite la humedad, por suerte llegamos a tiempo a casa antes de que se largue el aguacero.
- Solo digo que hay que tener cuidado. No conseguiremos otro vestido para el viernes, y las invitaciones ya están entregadas.
Al rato llegaron sus otras dos hermanas, él continuó observando la lluvia caer.
- ¿Consiguieron vestido? ¿dónde está? ¿me lo puedo probar?
- Calma Emma, eres muy pequeña y puedes arruinarlo. Además te faltan varios años para hacerte jovencita, ya tendrás la oportunidad, como el resto de tus hermanas, de tener tu propio vestido para tu presentación.
El murmullo de sus hermanas alrededor del hogar, y del vestido, fue interrumpido por una de las criadas, quien le avisó a la madre que la cocinera había llegado con los víveres para el gran banquete del viernes.
La madre ordenó al mayordomo a ayudar a la cocinera con las bolsas que traía del mercado.
- Una cosa mas, Walter, ¿Sabes si llamaron de la pastelería de la ciudad? Me dijeron que me avisarían cuando tengan el pedido listo.
- No señora, no llamaron. Con su permiso.
El mayordomo se retiró.
Doce años habían pasado desde la muerte de su padre, y su madre supo arreglarse muy bien para mantener el perfil social de la familia intacto.
Esta sería la segunda gran fiesta que se daba en la casa, después de la presentación en sociedad de su hermana mayor.
La casa lucía impecable y enorme. La madre había mandado a las criadas a preparar el salón comedor para que al día siguiente el florista lo llene de gladiolos y lavandas.
La mujer cuidaba cada detalle, decía que uno siempre debía demostrar clase y buen gusto en estos eventos, y que así se habían ganado el respeto de las familias más importantes e influyentes de la zona. Sus hermosas hijas eran su orgullo, y ella se aseguraría de propiciarles un buen porvenir al presentarlas ante los hijos del duque.
Pero todo a su debido tiempo, a medida que fueran creciendo cada una tendrá su vestido y su fiesta, asegurándose un futuro prometedor. La fortuna de su difunto padre debía invertirse en aquellos eventos sociales.
- Señora, un caballero en la puerta dice tener las cortinas que usted le había encargado.
Las cuatro mujeres se abalanzaron hacia la puerta para ver las famosas cortinas nuevas que su madre pondría en el salón.
- Es una tela finísima, señora, desde ya le agradezco por haberme elegido para realizar este trabajo. Posee usted un gusto digno de reconocimiento.
La madre le dio la propina al caballero de la cortina, y se dirigió hacia el salón comedor para colocarlas. Habían costado mucho dinero, y no pensaba dejarles aquel trabajo a las torpes criadas.
La mujer y sus hijas se retiraron hacia la otra punta de la casa, el salón comedor.
El mayordomo charloteaba con la cocinera en la cocina, las criadas aseaban los cuartos de la segunda planta de la casa, para no molestar a la señora en el salón comedor.
La sala de estar quedó vacía, salvo por el hombrecito de la casa, quién había dejado la lluvia para más tarde.
Con un poco de desconfianza se acercó al hogar. Rodeó el antiguo sillón de su padre, acariciando el terciopelo verde. Se acercó al enorme paquete. Lo desarmó.
Un enorme y hermoso vestido azul apareció entre sus manos, era de seda, y brillaba por los destellos de los troncos quemándose en el hogar. Lo extendió sobre su cuerpo, acariciando aquella tela tan suave y hermosa. Lo acercó a su mejilla izquierda y disfrutó de la suavidad de la tela. De repente se encontró quitándose los zapatos, luego las medias, los pantalones, el chaleco gris, y por último su camisa.
Primero fueron las mangas, luego la falda, y por último ajustó la cinta de encaje negro que rodeaba el torso.
Aquella sensación de suavidad le abarcaba todo el cuerpo, lo adormecía en una ráfaga de felicidad. Era hermoso, él se veía hermoso.
Pasó sus manos por la falda del vestido, cuando se movía le recordaba las olas bajo el bote, aquella vez que el tío Henry lo había llevado a pescar.
Las olas azules bajaban por sus piernas con una delicadeza inigualable. Era maravilloso.
De repente, le pareció oír pasos por la escalera de mármol, aquello indicaba que alguien se acercaba. Rápidamente quiso quitarse el vestido, pero algo verdaderamente extraño sucedió.
Al vestido le habían desaparecido los botones mediante los cuales se abría el cuello delicadamente para poder quitarlo. Intentó sacarlo de todas formas, forzando al diminuto cuello para que su cabeza pueda hundirse en el mar de seda azul y así retirarlo rápidamente, para evitar lo que sería el peor de los enojos de su madre.
Era imposible, estaba atrapado. Los pasos se oían cada vez más cerca. Siguió luchando, el vestido le abrasaba el cuello como si no quisiera soltarse. Los pasos se sentían aún más cerca. Ya se imaginaba el escándalo que su madre le armaría, “que cómo me haces esto”, “que arruinas el nombre de nuestra familia”, “que tu padre...”, “que el qué dirán”, “que me avergüenzas”, “que el vestido de tu hermana”, “que la fiesta”. En la desesperación, tomó el vestido por el ruedo y comenzó a tirar hacia arriba. La totalidad del vestido azul le quedó en la cabeza, había logrado quitarse las mangas, sólo faltaba el cuello. Los pasos llegaban a la puerta. De un tirón logró quitarse el vestido, cuando lo tuvo en sus manos notó una enorme mancha de sangre en el cuello del vestido. Los pasos llegaron al picaporte de la puerta. Sin darle más importancia a aquella enorme mancha, la urgencia por no ser descubierto hizo que tome su ropa y se esconda tras una de las cortinas, del otro lado de la sala de estar. Al entrar la madre en la habitación, el muchacho pudo ver cómo ésta se acercaba al vestido al verlo fuera del paquete y con el forro externamente.
El grito de horror de la mujer se escuchó en toda la casa. Él permaneció escondido, con la ropa y los zapatos en la mano, comenzaba a sentir un ligero dolor de cabeza. Llegaron sus hermanas para ver qué sucedía. La madre no emitía palabra, su hija menor corrió el forro del vestido, descubriendo una enorme mancha de sangre. Su hermana mayor fue a buscar un vaso de agua para su madre y un calmante para su hermanita, a quien la sangre le impresionaba mucho. La muchacha a quien le pertenecía el vestido, lo levantó de la mesa y, al acomodar el forro del vestido hacia adentro, vio como dos pequeñas orejas mutiladas caían desde dentro de éste.El muchachito se puso las manos a los lados de la cabeza. Se limpió la sangre, y se hecho a llorar.


Gabriela Gorordo

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