viernes, 16 de septiembre de 2011

Moscas hay en todos lados

Muriel pensaba que las manchas de humedad del techo variaban constantemente. No crecían, sino que solo mutaban su forma. A veces pasaba muchas horas encerrada, sobre el colchón, escuchando los gritos de su hermana y su cuñado y se sorprendía al divisar las más emocionantes figuras. Muriel esperaba la calma, la ansiaba paciente, queriendo intervenir, diciéndole a su hermana que no fuera tan dura, que Carlos era bueno, quizás hasta tomarlo de la mano y salir a caminar juntos un rato mientras su hermana calmaba su ataque de histeria con alguno de los pocos platos que quedaban en la cocina, pero eso nunca sucedía y Muriel seguía mirando el techo, buscando algo, aunque no sabía qué. Pobre Carlos, él era tan bueno..

La búsqueda de figuras estaba acompañada generalmente con la caza de moscas. En el pequeño departamento de dos ambientes en el que vivían los tres, abundaban. Habían tratado de erradicarlas de las más diversas y creativas maneras, pero junto con la humedad del edificio, eran constantes. Los días de lluvia, Muriel juraba que el ruido de ellas era más fuerte que los gritos de su hermana, y las miraba con miedo, pero en el fondo un poco agradecida. Muriel sabía que Carlos era bueno, demasiado bueno, y que no iba a dejar a su hermana. Se lo había dicho en silencio, con esos ojos cansados pero expresivos esa noche en la que ambos compartieron un cigarrillo a la luz de la luna.

Las moscas y Muriel sabían qué era lo que estaba pasando, aunque hicieran como que no. Primero había sido la pérdida del bebé, después el embargo de la casa y más tarde, cualquier excusa banal era suficiente para pelear. El malestar era tan evidente y difícil de ignorar como el zumbido de sus alas, pegajosas e incesantes. Pero Carlos vivía con ese malestar todos los días, como una espina encarnada que no sale, porque Carlos era tan bueno..

La voz de su hermana sonaba como un zumbido, agudo e irritante. Como un zumbido en una calurosa noche de verano que atormenta al hombre dormido, que después de varios manotazos relaja los músculos, convencido de haber erradicado al insecto molesto que en el momento menos esperado aparece otra vez, zumbando y burlándose de él.

Ellas ocupaban la casa con una impunidad que asustaba. Como si el simple hecho de ser invertebradas y escurridizas les diera total libertad de acción. No se cansaban nunca. Su hermana tampoco. Muriel sabía que su hermana era como las manchas de humedad, como las moscas, como el zumbido, como el olor a podrido que salía del papel los días de lluvia: eterna. Y Carlos también lo sabía, por eso estaba tan cansado. A veces Muriel lo miraba y no entendía por qué se había casado con su hermana. A veces contenía sus ganas de abrazarlo, las ganas de huir, porque sabía que no había escapatoria: Moscas hay en todos lados. Entonces resignada lo miraba rondar la casa como un condenado a cadena perpetua, como un muerto en vida. Y su hermana rondaba alrededor de él como las moscas lo hacen alrededor de las heces, incansables.

Florencia Elizalde

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