lunes, 26 de octubre de 2009

Ciudad: Caminante no hay camino

Salgo de mi casa, camino cuatro pasos y doblo a la derecha. Espero que ese maldito semáforo se convierta en la nariz de un payaso. ¿Por qué siempre lo agarro en verde? “Idiota”, me digo a mi misma y continúo caminando. A veces me detengo. Justo allí, a mitad de cuadra, sobre Rosario, enfrente de una AFIP. Quiero confesar que creo no haber entrado nunca a una. Hay días que sigo derecho, necesito llegar a avenida La Plata y tomarme el 15. Ese colectivo, que no entiendo por qué, pero parece haber sido creado para mí. Otros días, que no son pocos, el apuro se adueña de mi cuerpo y -sobre todo- de mi billetera. Salgo de mi casa, camino hasta la vereda, estiro la mano y el negro y el amarrillo, automáticamente, se ocupan de mi destino.
Pero en fin. Todo esto no es importante, porque cualquiera que sea el destino al cual debo llegar, o cualquiera sea la forma que utilice para llegar a aquel sitio para hacer quién sabe qué, siempre-constantemente- en el camino me encuentro con las mismas preguntas. Preguntas sobre aquellas cosas que la ciudad me invita a conocer o lo que es aún peor, me invita a hacer y nunca supe por qué. ¿Inercia? ¿Costumbre? Suena feo, pero suena.
¿Quién no pasa por abajo del tren y pide un deseo? Te la duplico. Cuando paso por arriba de las vías del tren, atención: ¡Prohibido tocarlas! “El que las toca no se casa”, dice una gran amiga. Jamás volví a pisar las vías del tren. Y eso que ni siquiera me interesa el casamiento. Pero no importa, por las dudas. Cuando voy manejando, un pie arriba del embrague, otro del acelerador, nada de que toquen el piso del auto. Si voy en colectivo, perdonen queridos pasajeros, pero me cuelgo de la baranda y empiezo a dar esos patéticos saltos que jamás logro disimular. Y cuando estoy caminando, ¡qué terrible! Ahí sí, debí establecer una nueva regla. Vale tocar el piso, pero no las vías.
¡Ah! Esta me costó bastante entenderla. Una esquina. Aranguren y Río de Janeiro. Para algunos Almagro, para otros ya Caballito. Una hora: las 12.15. Diez amigas. Siempre los mismos personajes. Lilí, esa vieja que cada vez que pasaba nos deleitaba con el baile del reino del revés y nos pedía comida para las palomitas. Siempre creyó en las palomas, decía que iban a gobernar el mundo. Yo no sé sí tanto, pero, ¿vos te fijaste?, antes las palomas le tenían miedo a los hombres, ahora si vas con el auto no se corren y si vas caminando por una plaza te atacan.
¿Y las tres nenitas? Todos los mediodías la misma escena. Una rubia, una morocha y una colorada. Una tímida, otra simpática y otra llorona. La mamá las recogía del colegio y juntas, las cuatro, caminaban para llegar a casa a la hora del almuerzo. Me acuerdo que se asustaban cuando pasaba Axel Rose… bueno, un gran imitador del él. Juro que le salía bien. La misma ropa, aunque algo gastada. El pelo largo, aunque las raíces pedían un baño de tintura con urgencia. Pero la actitud era excelente. Esa forma eufórica de caminar, como si estuviese sonando una canción en su oído que le hacía mover todo el cuerpo en cada uno de sus pasos.
Yo no entendía, ¿qué tenía esa esquina? tanta gente extraña e interesante pasaba por allí. Y al final, era tan Simple. Durante tres años el piso nos recibía y los almuerzos de la secundaria tenían tiempo y espacio. 365 por tres, menos los feriados, los fines de semana, los dos meses y medio que no hay clases por vacaciones y las eventuales rateadas de cada una, te da el total de la cantidad de tiempo que pasábamos en esa esquina… siempre a la misma hora.
De repente estaba en un subte. Una sonrisa se dibujó en mi rostro: iba a viajar sentada en la línea D. Impensable, pero cierto. Saqué los libros de la facultad, este momento tenía que ser aprovechado…. ¡Chan! silencio interrumpido. Un hombre de unos 35 años, una barba divertida, una consola de sonido, una guitarra acústica en mano, una armónica en la boca y un micrófono… todo listo para cantar y convertir a los pasajeros en un público de un recital, pequeño, pero recital. Los acordes entonaban un blues de Papo, y el subte era una fiesta. Un vagón entero unido por una misma acción: dejarse seducir por la música que alguien (a quien todos acabábamos de conocer) nos estaba tocando. “Aplausos”, pedía. Y salían los aplausos. Era como un grupo de gente que viajaba en la misma dirección, y él era nuestro director. Un vagón entero había dejado por un instante de estar ensimismado en sus asuntos para concentrarse en uno grupal. Creo que a más de uno le dio esa sensación. No sé por qué. Pero se generó una energía distinta. Capté cada una de las sonrisas de los pasajeros. Ese día decidí dejar dos pesos en la gorra.
Y así hay tantas cosas que no entiendo cuando camino por la calle. Pero está bueno no entender, porque cuando creo encontrar las respuestas… me vuelven a cambiar las preguntas. Entonces, no hay otra cosa que hacer más que seguir caminando y abriendo caminos.


Stephanie Maia Hindi

1 comentario:

Unknown dijo...

me encantó, me recorrí todo tu camino a medida que leia, buenisimo!