jueves, 4 de diciembre de 2008

Otro buen cuento: Espejos

El despertador ensordecedor sonaba y sonaba hasta que un brusco manotazo logró callarlo. Encendió el velador de al lado de la cama, se levantó refunfuñando como todas las mañanas. Prendió la luz de la habitación sin importarle que su esposa aún durmiera, ésta se dio media vuelta y se tapó con la almohada. Él sin inmutarse siguió con su rutina, buscó en el placard uno de sus trajes, lo apoyó sobre la silla y se fue directo al baño. Luego de una ducha rápida se cambió y salió disparado para la oficina. Ni bien estuvo sentado en el auto para emprender el viaje comenzó a sonar el celular, sin darle mayor importancia, prendió un cigarrillo y salió.
El tráfico era un caos, día de semana, hora pico, imposible llegar a horario, sin importarle nada, ni el que venía atrás ni el que doblaba, él se mandaba igual. Sólo respetaba los semáforos. Una persona con cero paciencia. No tenía muchos amigos y a los pocos que tenía ese título les quedaba grande. Entrado ya en el micro centro, dejó el auto como siempre en uno de los estacionamientos que se encuentra a unas pocas cuadras de plaza de mayo, entregó la llave a los muchachos y se fue. Caminó hasta la empresa, fumando como de costumbre, esquivando a la multitud, chocándose con más de uno y maldiciendo por dentro, mirando con cierta lástima y frialdad a las personas y niños que estaban pidiendo o vendían alguna cosa. No eran de su agrado.
Mientras tanto en su casa, su esposa se preparaba para empezar el día, levantó a los niños, luego de desayunar los llevó al colegio. Se turnaban para llevarlos pero hacía ya un tiempo que su esposo no tenía tiempo ni para eso. Sus hijos lo adoraban, siempre lograban robarle una sonrisa pero él pasaba más tiempo en su oficina. Últimamente vivía agobiado y estresado.
Subió hasta el quinto y entró con ese aire de superioridad y de ganador, con esa mirada despectiva, sonriendo falsamente. Se internó en su oficina, colgó el saco en el respaldo de su sillón y pidió un cortado. De más está decir que el gracias y el por favor se los llevó el silencio. Firmó unos papeles, hizo un par de llamados y salió a su almuerzo de trabajo, como todos los miércoles. Fumaba como un escuerzo, muchas veces intentó dejar pero el vicio era más fuerte que él. Su esposa llamó para recordarle el acto de su hija, como otras tantas veces, juró que asistiría.
Otra vez en la calle, donde la cortesía brilla por su ausencia, salvo en algunos pocos, con sus ruidos aturdidores, bocinas, bullicio, cada uno en su propio mundo, gente esquivando gente, caminaba. Como todos los miércoles, se dirigió directo a la habitación 87 del hotel Castelar, allí lo esperaba ella. Sin decirse nada se besaron desaforadamente, despojándose de sus ropas, dejándose llevar por el deseo, fundiendo sus cuerpos en uno, presos del pecado y la traición, olvidándose por un instante del mundo. Al terminar, encendió un cigarrillo, se vistió rápidamente y volvió a la jungla porteña. Cruzó la 9 de julio, otra vez lo mismo, gente que iba y que venía, se metió por Florida pensando que iba a llegar más rápido, qué iluso, la gente estaba por todos lados.
De pronto comenzó a aminorar la marcha, se sentía exhausto, un sudor frío le corría por la frente y comenzó a desplazarse por el resto de su cuerpo, su rostro estaba pálido, dio un par de pasos más y se frenó del todo. El mundo le daba vueltas, fue perdiendo el equilibrio, los ruidos se volvieron lejanos, puntadas como cuchillos se le clavaban en el pecho, el dolor se hizo presente e insoportable. La vista nublada le impedía diferenciar figuras, los colores fueron fundiéndose en uno solo, no vio más nada, todo se oscureció y cayó desvanecido. Una muchedumbre se agrupó a su alrededor, de repente se ve a sí mismo, ahí tirado sobre el asfalto. Ahora era uno más entre la multitud, nadie parecía notarlo.

Al principio no lograba comprender qué me pasaba, me acerqué a la multitud, estaba ahí en el suelo, paralizado, dormido profundamente, nadie sabía bien que hacer, intentaban socorrerme. Una mujer le gritaba a un policía pidiendo auxilio, otro hombre llamaba por teléfono a la ambulancia. Me acerqué a mí, tímidamente, con un poco de miedo e incertidumbre. No podía creer lo que veía, ¿qué me estaba pasando? ¿Ese era yo?, me llené de pena, me vi a mi mismo como nunca me había imaginado, vi a un hombre con un rostro demacrado, fiel reflejo del paso de los años, triste, ojeroso, a mi lado el maletín de siempre, gastado y con el cuero rasgado, mi celular sonando. De pronto, algo me distrajo, la sirena de la ambulancia se escuchaba cada vez más cerca. Me subieron en una camilla y me llevaron.
Vi como se alejaban pero yo seguía allí, observándolo todo. En ese momento recordé el acto de mi pequeña, miré el reloj y comencé a correr por la ciudad hasta que llegué al colegio.
Llegué al colegio, vi a mi pequeña, su carita triste, de decepción y de enojo me partieron el alma. Me acerqué para abrazarla, ella siguió caminando. Una lágrima rodó por su mejilla, con el puño del guardapolvo se la secó y salió al escenario. Mi esposa la abrazó y le dijo al oído: perdónalo, papi anda con mucho trabajo últimamente pero no te olvides que te ama. Terminado el acto, volvieron a casa.

Los niños merendaban, su esposa los observaba con cariño pero su mirada era triste. Mientras ordenaba la habitación, notó en una de las camisas de su esposo unas manchas de labial, impregnada de perfume importado. De uno de los bolsillos vio caer una tarjeta, alcanzó a leer “Hotel Castelar, habitación 87”, la interrumpió el sonido del teléfono. Corrió a atender. Le dieron la noticia.
El tiempo pasaba. Nadie salía del quirófano. En el pasillo ella lo esperaba, muerta de miedo y llena de dudas.


Ahí me vi de nuevo, lleno de tubos y cables conectados a mi cuerpo, escuchaba aquél marcapasos, era mi corazón el que latía. No podía creer lo que estaba pasándome. Salí al pasillo, empecé a caminar por el hospital. Vi a mi mujer, preocupada, con esos hermosos ojos brillantes, llenos de tristeza, contenía las lágrimas.
En ese momento toda mi vida pasó como un flash por mi cabeza, me llené de angustia, de culpa, los recuerdos comenzaron a bombardearme de la forma más cruda, aquellas inocentes miradas de decepción de mis hijos, se clavaban como puñales en mi pecho. Las imágenes iban pasando por mi mente cada vez más reales. Vi a mis hijos dormidos de tanto esperar, abrigados para salir a ningún lado, esas caritas esperanzadas que miraban sin cesar la puerta que nunca se abría. La vi a ella, mi fiel compañera, mi amor, preocupada. Esperando con la cena servida, hasta que el cansancio se apoderaba de ella. Recordé nuestras primeras navidades donde las risas eran eternas y jugábamos con los niños al dígalo con mímica, al pictionary o al monopoly.
Recordé aquellas fiestas sociales en las que mis “amigos” me cambiaron por un par de billetes. Entre todos esos recuerdos me volví vulnerable. En lo que ahora pienso es en cambiar las cosas, arrepentido y avergonzado de mi ser pero ¿cómo?, ¿cómo remediar todo ese daño causado?, ¿cómo podré volver a ver a mis hijos a la cara sabiendo que les he fallado tantas veces?, ¿cómo explicarle a mi mujer que me dejé caer en la rutina y llegué a engañarla?

Luego de varias horas de cirugía volvió en sí. Una fuerte luz lo encandilaba y terminó por despertarlo, la cabeza se le partía del dolor, pidió con urgencia ver a su esposa. Se había dormido en la sala de espera, en uno de los “cómodos” sillones. Un médico se acercó y la despertó, ella acudió enseguida a la habitación no dijo palabra alguna, sólo se dedicó a escuchar. Entre silencios incómodos y miradas acusadoras, tristes e incomprendidas su esposo rompió en un mar de llanto. Arrepentido, pedía perdón, y le pedía comenzar de nuevo. Ella comenzó a llorar a su lado, le agarró fuertemente la mano, lo besó. No era el mejor momento para tomar decisiones.
Una fría brisa se coló por la ventana de la habitación y les causó escalofríos. Todo estaba en silencio, las lágrimas seguían rodando por sus mejillas y sin parar de mirarse buscaban consuelo el uno en el otro.
Aquel sudor frío del medio día volvió a hacerse presente en su cuerpo. Su rostro volvió a palidecerse, se sentía mareado, su corazón latía cada vez más rápido. Comenzó a temblar, las puntadas como cuchillos volvieron a sentirse en su pecho, apretó la mano de su mujer con fuerza, sonrió y en un instante se sintió en paz, tranquilo, ya no era dueño de si mismo, ya no podía controlarlo todo. Sus ojos se cerraron.
Su mujer corrió al pasillo en busca de un médico, desesperada. Era demasiado tarde.
Betania Salas

1 comentario:

Anónimo dijo...

Merece el galardón este cuento tan bien contado. Me infartó! Muy bien 10!